Aunado a una narcoepidemia que se ha ido
extendiendo por todo el territorio nacional
¿Estamos ante la crónica de una muerte anunciada de la democracia? ¿Se van anulando, silenciosamente, nuestras libertades? ¿Estamos por llegar a un sistema de vigilancia, control y espionaje?
Son interrogantes que mueven a la reflexión, la imaginación y al juego de escenarios probables, imposibles o fantasiosos.
Como en un estado hipnótico, vivimos o sobrevivimos a una serie de cambios disruptivos -que rompen e interrumpen, -sin poder tener el control ni la conciencia de lo que nos cambiarán. Entre la pandemia de Covid a la narcoepidemia, de la dependencia de las redes sociales a una manipulación de la realidad, a través de tecnologías que intentan suplir la inteligencia humana, nuestra sociedad enfrenta un clima denso y tóxico.
Ni siquiera llegamos a visualizar y medir el riesgo de esa narcoepidemia que se ha ido extendiendo por todo el territorio nacional, entrando por los poros abiertos de la tierra mexicana, desvencijando cultura y comunidades, enlutando hogares y arrancando del hogar a niños y adolescentes para enrolarlos en una guerra muy violenta, donde no se pelean ideales ni valores, ni principios ideológicos o programas de beneficio para una mejor Patria, sino controles y territorios para delinquir, comercializar drogas, envenenar jóvenes hasta dejarlos descerebrados, degollados o torturados. México se sigue desangrando y a diario asesinan a decenas de quienes deberían estar al frente de una familia, educándolos y formándolos para que se hagan cargo de la Nación en las próximas generaciones.
Esos más de 350 mil muertos, sin contar miles de homicidios que quedan fuera de las estadísticas en lugar de estar disputando entre ellos territorios y mercados, son ciudadanos que deberían estar cuidando la calidad de nuestra democracia, sumándose a la gran creatividad e innovación de los demás mexicanos. Tristemente nacen para ser devorados por pandillas al servicio de la mafia. Es el nuevo poder violento que ha penetrado en muchas esferas de autoridades, sociedad y policías, siguen poniendo en evidencia la gobernabilidad, imponiendo nuevas modas, culturas y adicciones. La narcoepidemia impide respirar en libertad y vivir con tranquilidad; el Gobierno, por su parte, ahoga a la sociedad con un acelerado y desesperado autoritarismo.
Somos testigos del auge de populismos y “las redes sociales y la inteligencia artificial se apuntan como instrumentos al servicio de la difusión de mensajes populistas y de la desinformación”[1]
Hay un peligroso y serio desgaste de la democracia. Con un gobierno ansioso de espiar y vigilar todo, de asumir con autoritarismo las decisiones de la sociedad plural, lamentablemente cada vez más se va estrechando el margen de libertades, van aumentando los controles, se fraguan mecanismos de censura, crean leyes para espionaje a través de las redes sociales, se deteriora la calidad de la salud y la educación por limitación de recursos de nuestros propios impuestos.
Y los mexicanos tan campantes, despreocupados y volteando a ver a otro lado el panorama. Mientras, siguen asesinando a cientos, a miles de mexicanos en todo el país, robando combustible, secuestrando y extorsionando en complicidad ahora con políticos, creando retenes, desplazando a pacíficos ciudadanos de sus propios poblados, cerramos los ojos, cantamos a todo pulmón los corridos de los verdugos y esperamos que terminemos en una narcodemocracia.
Aunque no es nuevo este proceso porque empezó hace años con el movimiento llamado postmodernismo, que lo ignoramos y lo dejamos para que los “intelectuales” o los “nerds” hablaran de esas cosas. Pero ahí empezó el declive.
Empezamos a aplicar el prefijo “post” o “pos” para dar, aparentemente, un paso más y nos encontramos que hemos retrocedido. Del posmodernismo, brincamos a la posverdad, y luego a la postintelgiencia y ahora estamos perdidos en una posdemocracia. En los diccionarios ubican ese prefijo simplemente como después y se empezó a aplicar en posgrado, (después de un grado de licenciatura), posparto (después del parto) posguerra (después de la guerra), posponer (dejar algo para después). Era para señalar una situación de ubicación temporal o algo después de. En las redes sociales también se empezó a aplicar el “post” y en las diferentes plataformas se compartía una idea, mensaje o contenido.
Primero el posmodernismo que en diferentes textos filosóficos se identifica como una corriente “moderna” que se caracteriza por un rechazo especialmente a la idea de una verdad universal y objetiva, y por la tanto promociona el relativismo, dejando al libre gusto la interpretación de verdades consideradas universales y a cambio uniformando todo. Todo es cierto, todo es falso, nada es cierto, nada es falso, alocando la brújula racional.
Para el posmodernismo no existen, por lo tanto, verdades absolutas, hay un rechazo a las oposiciones binarias como hombre-mujer, blanco-negro. Se inicia la llamada deconstrucción, que es desmontar el andamiaje de la sociedad. Hay un rechazo a los grandes relatos, negando una única historia que explique el mundo. Hay un humor negro ironizando para cuestionar valores y principios de anteriores generaciones. Lo que no les gusta lo etiquetan de tradición para tener el pretexto para rechazarlo y por supuesto reniegan y se burlan de las normas tradicionales.
¿Cómo podremos ser éticos sin reglas absolutas? se preguntaba Zygmund Bauman[2] en una sociedad marcada por la incertidumbre.
Ello nos llevará al inicio de un individualismo, donde nos encerramos en nuestras creencias pensando que cualquier opinión es la verdad, lo que se potencializa luego con las redes sociales. Ahora soy yo con mi celular y nada más.
De la posverdad se ha hablado tanto que ya se ve con normalidad, a pesar de ser una aberración contra la realidad. El filósofo Platón, antes de Cristo, ya había precisado que la verdad es independiente de nuestras opiniones, pero con las redes sociales hemos intercambiado exactamente esto: ahora creemos que cada una de nuestras opiniones es la verdad única, plena y soberana por lo que somos arrogantes y soberbios de creer que tenemos la verdad en nuestra mano y en nuestra mente.
Esa idea la tenemos enquistada en el cerebro que nadie nos convence de que nuestra opinión es sólo eso: una opinión, una visión personal desde nuestra perspectiva y tal vez una aportación, pero no necesariamente es la realidad.
Desde el año 2016 nos metieron en la cabeza que la posverdad es la nueva “verdad” lo que nos sumergió en las aguas turbias de confundir verdad y mentira, de tomar, cuando nos conviene, una porción de mentira y convertirla en verdad o un sesgo verdadero y calificarlo como falso.
Esa posverdad es lo que muchos escritores u opinólogos le llaman pomposamente “hechos alternativos”, o sea, la trampa para embolsar propaganda, ideología y manipulación en ese saco y justificarlo como “su verdad”, como lo diría la vedette cubana Niurka “su veldad”.
Pero al final de cuentas, la posverdad que campea en las redes sociales es la distorsión deliberada de la realidad, es la influencia de creencias y emociones para manipular a la opinión pública bajo el disfraz de demócratas, caudillos y mesías. Por cierto, los maestros de la posverdad son los demagogos, dictadores y autoritarios.
El tercer pos, es la posinteligencia, cuando elevamos a un rango máximo la inteligencia artificial, no como herramienta de apoyo y conocimiento para el ser humano, sino con la suplantación y pereza cerebral. La queremos ver como un más allá de la inteligencia humana que, en lugar de magnificarla, denigra el potencial humano. Detrás de la inteligencia artificial está la inteligencia humana. Y cuando un robot esté detrás de la inteligencia humana, ya no tenemos nada que hacer en este mundo.
“La inteligencia artificial está siendo un instrumento disruptivo que actúa de forma dramática mediante la desinformación e impulsa el conocimiento de las preferencias de la gente, volviendo obsoleta la participación política convencional”[3], sostiene Manuel Alcántara.
Por último, la posdemocracia es la descripción de un gobierno donde las instituciones democráticas existen formalmente, su poder y eficacia se ven disminuidos, dando lugar a un mayor control por parte de élites políticas y económicas, convirtiendo a la democracia en una máscara.
Los poderes que deben ser autónomos, en realidad son satélites del gobierno central. Hablan con un lenguaje de respeto y soberanía, pero en los hechos y decisiones dicen lo contrario. Además, en la posdemocracia se va perdiendo el interés y participación real de la ciudadanía en los temas de interés común y brota la apatía e inacción.
Hay un democraticidio silencioso, que no hace ruido y nos arrulla como un ventilador.
El Gobierno hace lo que está haciendo porque puede y quiere, y los ciudadanos cruzados de brazos, inmovilizados, esperando mayores controles, menos libertad, menos democracia, menos calidad de vida y cuando quieran reaccionar, ya será muy tarde. Cualquier coincidencia con un país hipotético en el globo terráqueo es mera coincidencia.
No lo crean, porque es una simple y corriente posverdad que inició con el posmodernismo, brincó a la posinteligencia y ahora estamos en cueros ante la posdemocracia.
[1] GUERRERO-SOLÉ, Frederic y Laura Pérez-Altable, editores (2025), La democracia en riesgo, ed. UOC, Barcelona.
[2] BAUMAN, Zygmunt (2025), Ética posmoderna, ed. Siglo Veintiuno, segunda edición, México.
[3] ALCANTARA Sáenz, Manuel (2025) Posdemocracia, ¿el fin de un orden mundial?, 4 de agosto, El País, España