Las discusiones en torno a la elección popular de jueces mantienen viva la llama del debate en México, justo como en 1917, cuando los constituyentes Rafael Martínez y Silvestre Aguilar enfrentaron posturas opuestas. Esas mismas voces resuenan en las discusiones actuales.
Rafael Martínez fue categórico en el 17: la elección popular de jueces y ministros equivale a poner en riesgo la imparcialidad y la función técnica de la justicia. Para él, los jueces deben interpretar y aplicar la ley, sin estar sometidos a las pasiones que despierta una elección. La independencia del Poder Judicial, sostuvo, es vital para evitar que otros poderes invadan su esfera y para garantizar un sistema jurídico justo, técnico y objetivo.
Silvestre Aguilar, también constituyente del 17, defendió una visión inspirada en la tradición europea, particularmente en Inglaterra; para Aguilar, los jueces debían ser elegidos por el pueblo, con la idea de que tal proceso garantizaría su independencia y evitaría la subordinación a otros poderes políticos.
En contraste, el constituyente Paulino Machorro sentenció que la justicia no puede depender de las emociones del pueblo, pues esto puede poner en riesgo su imparcialidad. Como es evidente, ganó la propuesta de que los jueces fueran electos en las cámaras legislativas.
El presidente López Obrador planteó tres argumentos para proponer la reforma: primero, que se pretende romper con la inercia de los acuerdos cupulares, donde los jueces no eran responsables ante la ciudadanía, sino ante quienes los propusieron en el cargo; segundo, que la elección directa garantiza que los jueces representen las diferentes visiones que conforman la sociedad mexicana, creando un sistema más democrático; y, tercero, que la aspiración es que los jueces no solo administren justicia, sino que también reflejen la voluntad popular, fortaleciendo la legitimidad del poder judicial.
José Ramón Cossío, exministro de la Corte Suprema, afirmó que, con la reforma, los jueces quedan amarrados a las clientelas que les den el voto. Otro exministro, Arturo Zaldívar, advirtió que el Poder Judicial no fue capaz de reformarse desde dentro; culmina afirmando que no quedó más alternativa, como si se tratara del menor de los males.
Jorge Mario Pardo Rebolledo, exministro del máximo tribunal mexicano, afirmó que los jueces no deben ser representantes de la opinión pública, sino aplicadores de la ley. Igualmente, la exministra Norma Piña Hernández advirtió que la elección popular resquebraja la autonomía del Poder Judicial, poniendo en riesgo su independencia.
El exministro Alberto Pérez Dayán remarcó que los jueces no deben ser representantes de la opinión pública y que su función implica decidir y aplicar la ley de manera autónoma; para él, la esencia del juez es la imparcialidad, no la popularidad.
El debate de 1917 sigue vigente en 2025. El grave problema es que ambas corrientes de pensamiento tienen razón. Tanto existe influencia política en la elección de jueces por elección popular, donde hubo movilización y acordeones, como cuando se eligen en las cámaras legislativas, donde los partidos políticos tienen mano. Ambos modelos no pueden evitar la intervención de los intereses político-partidistas y del titular del Poder Ejecutivo. Aquí la cuestión es más bien determinar dónde existe menos injerencia de esos factores reales de poder y de otros. El debate no es retórico, tiene consecuencias profundas.
Solo podremos evaluar objetivamente los resultados de esta elección con el paso del tiempo. Lo cierto es que los mexicanos tenemos que encontrar una mejor forma de organizarnos para lograr que haya, cada vez más, independencia y capacidad técnica de los jueces.