Decir que me daban miedo los ratones es poco.

Me aterrorizaban no solo su aspecto y la forma en que se escabullían por una moldura, sino también lo que presagiaban. Esto empezó en 2011 cuando, tras meses de una salud en declive, pasé una semana en un hospital de París, la ciudad donde vivía. Los médicos me hicieron innumerables pruebas, pero no encontraron nada concluyente.

Al final, me diagnosticaron agotamiento y me enviaron a casa.

No era una explicación satisfactoria. Me sentí mejor mientras estuve en el hospital, pero eso se debía a la prednisona, un esteroide común. Cuando pasó el efecto, volví a deteriorarme.

Durante días permanecí en cama, cada vez más débil y sintiendo un malestar progresivo. Al mismo tiempo, empecé a oír correteos en la cocina. No había limpiado antes de mi inesperada hospitalización, y empecé a imaginar ratones que se multiplicaban dentro de las alacenas.

Le pregunté a mi novio de entonces si había oído algo, pero no lo había hecho. Me preocupaba ya no tener los pies en la tierra.

Pasaron varios días y yo seguía en cama. Mi piel estaba pálida y tenía lesiones en el interior de la boca. “Algo está en verdad muy mal”, dijo mi novio. “Tenemos que ir a urgencias”.

Así que me obligué a ir al hospital, donde las pruebas revelaron que mis valores en la sangre habían caído en picada. El médico me recomendó que volviera inmediatamente a Nueva York. Volvimos al departamento y preparé la maleta. Después, me metí en la cama, aterrorizada y agotada, anhelando el olvido del sueño.

Entonces empezó de nuevo el ruido, y mi novio también lo oyó. Se apresuró a entrar en la cocina y abrió de golpe la alacena. Oí un alarido y sentí pánico. “¿Hay ratones?” grité.

”No, ¡solo un bicho!”, dijo de manera poco convincente.

A continuación se oyeron una serie de golpes y estruendos, ollas que sonaban y un ruido como el de una escoba cuando golpea el suelo. Volví a preguntar: “Dime la verdad. ¿Cuántos?”.

Hizo una pausa. “Más de los que puedo contar”.

De repente me sentí invadida, como si en mi pequeño estudio parisino se hubiera infiltrado la peste. Vi a los ratones como un presagio.

Volé a casa a la mañana siguiente. Unas semanas más tarde, me diagnosticaron leucemia, y el miedo se convirtió en mi emoción dominante. Miedo a las agujas. Miedo a que el tiempo se escapara. Miedo a ser una carga. Miedo a que se truncaran todos mis sueños. Miedo a la tristeza, no solo a la mía, sino también a la que pudiera causar a las personas que amaba. Miedo al dolor. Miedo a la próxima biopsia. Miedo a la muerte.

Estos miedos tenían sentido para mí. Pero cuando salí de cuatro años de tratamiento, descubrí que tenía miedo a vivir, un miedo mucho más difícil de explicar.

Había perdido a muchos amigos a causa de la enfermedad, y había perdido a mi novio debido a lo que conllevaba. Tenía miedo de darme la oportunidad para un nuevo amor. Tenía miedo del futuro. Temía que cualquier plan que hiciera se desplomara por culpa de alguna célula de leucemia errante u otra calamidad. Me despertaba con las mejores intenciones, pero acababa de nuevo bajo las cobijas, tan abrumada por el miedo que no podía funcionar. Y cuando te encuentras en semejante espiral, aparece otro miedo: el de no volver a experimentar una alegría sin complicaciones.

Tras un año de languidecer, conseguí liberarme cuando emprendí un viaje yo sola por 24.000 kilómetros de carretera a través del país. Fue una larga sesión de terapia de exposición diseñada por mí misma que empezó enfrentándome a mi miedo a conducir. Saqué mi licencia a la avanzada edad de 27 años, cargué un Subaru prestado y me puse en marcha. Durante los siguientes 100 días, me enfrenté a un miedo tras otro. Conocí a gente nueva y también me sentí cada vez más cómoda estando sola. Pasé tiempo con mi duelo y descubrí que podía cargar con lo que había quedado, desde el amor perdido hasta las huellas de la enfermedad.

También analicé mis miedos en mi diario. A veces tienes mucho miedo, pero no sabes por qué, lo que hace que el miedo parezca inabordable e intratable. Pero al escribir tus miedos, puedes evaluarlos, ver cuáles son válidos y cuáles no tienen fundamento.

Cuanto más claramente veía mis miedos, más me daba cuenta de una extraña ironía: temía lo que más quería. Si te han arrancado la estabilidad, puede parecer peligroso tener esperanza o asumir riesgos. Pero mi miedo no me protegía del mal, solo me impedía conseguir lo que deseaba: ser independiente, sentirme fuerte, volver a escribir, tener sueños grandes, enamorarme, vivir con audacia.

Una vez que supe esto, pude elegir. Podía prepararme para la incomodidad o podía abrirme a todo. Fue como desarrollar un músculo: a menudo incómodo, a veces doloroso, siempre agotador. Pero me hice más fuerte y empecé a ver las recompensas. Me di cuenta de que cuanto más huía del miedo, más grande se hacía. Sin embargo, si me enfrentaba a él, perdía su poder. A medida que el miedo se evaporaba, otros sentimientos se materializaron, como el asombro y la curiosidad. Y como me dijo una vez mi amiga Elizabeth Gilbert, la escritora: “No tienes que ser especialmente valiente. Solo tienes que estar un poquito más interesada en algo de lo que estás asustada”: un uno por ciento más de curiosidad que de miedo.

Volvamos ahora a los presagios. En los años posteriores a terminar el tratamiento, mi miedo a los ratones persistió. Los ratones parecían aparecer adondequiera que fuera.

El año anterior a mi viaje por carretera, tuve un ratón en mi departamento. Estaba aterrada, al igual que Oscar, mi terrier peleonero (que una vez había perseguido a un oso en los bosques de Vermont). Sabía que el ratón había hecho acto de presencia cuando encontraba a Oscar temblando en un rincón.

Años más tarde, me mudé a una vieja granja en el valle del río Delaware. ¿Y quién lo diría? En las encantadoras y bucólicas aldeas también hay ratones. Cada vez que veía uno, llamaba a mi vecino Jody para que me ayudara a deshacerme de él. Ni siquiera podía mirar a los ratones. Esa vieja superstición me dominaba.

Y entonces mi mayor temor se hizo realidad. En 2021 me enteré de que, tras una década de remisión, la leucemia había vuelto. Recaer después de tanto tiempo es extremadamente inusual, y mi pronóstico no era bueno. Pensé: “Esta vez podría morir”, y eso me daba miedo. Pero había trabajado mucho para averiguar quién era, qué quería e incluso cómo haría las cosas de forma diferente si volvía a enfermar.

Durante un segundo trasplante de médula ósea, en lugar de sentirme congelada por el miedo, invoqué una práctica creativa para deshacerme de él. La medicación afectó temporalmente mi visión, así que escribí un diario con notas de voz y acuarelas. Cuando mi marido, Jon, y yo tuvimos que estar separados, nos mantuvimos conectados a través de las canciones de cuna que me componía a diario. Y cuando me puse tan débil que necesité una andadera, decoré cada centímetro de su monótono armazón con pedrería de colores. Después, en lugar de compasión, Li’l Dazzy y yo fuimos recibidas con alegría e, increíblemente, con un grito de “¡Está genial la andadera!” al pasar.

Sobreviví a aquel trasplante, pero nunca se me considerará curada. Estaré en tratamiento indefinidamente, y puedo sentir como si la espada de Damocles pendiera sobre mí. Pero dar rienda suelta al miedo dificulta la vida. Tienes miedo de reconstruir, porque lo que creas podría derrumbarse, pero entonces solo existes entre escombros. Y la verdad es que a veces el miedo hace que sea difícil ver cuando las cosas están bien.

Cuando volví a casa meses después de mi trasplante, abrí el armario y vi algo oscuro y con forma de roedor en el suelo. Di un portazo y llamé a Jody, quien vino a investigar. Después bajó y me dijo que tenía un grave problema entre manos. Me invadió el pánico y le pregunté si tenía que llamar a un exterminador.

“No”, dijo. “A un psiquiatra”. No era un ratón; era una bolsita de pachulí.

Empecé a trabajar mi miedo a los ratones en terapia de exposición dirigida por un médico. Y funcionó. Ya no veo a los ratones como heraldos de la perdición. Entiendo que son un hecho de la vida, en la ciudad o en el campo. Y aunque preferiría todavía que Jody —a quien llamo “Hombre Ángel” por todas las formas milagrosas en que acude en mi ayuda— sacara los ratones ocasionales, no siento la necesidad de mudarme cada vez que veo uno. Si volvieran los ratones, podría lidiar con eso.

Eso es lo que encontré al otro lado del miedo: el conocimiento de que puedo manejarlo, sea lo que sea, siempre que tenga un uno por ciento más de curiosidad que de miedo.