En algún momento de 1985 almorcé con Sam Francis en la cafetería de The Washington Times, donde ambos trabajábamos. Puede que nunca hayas oído hablar de Sam Francis, pero los seguidores del movimiento MAGA (al menos los más intelectuales) lo conocen como uno de los pensadores seminales de su agrupación.
El almuerzo fue incómodo porque lo encontré siniestro e inquietante (y probablemente él me consideró ingenuo). En aquel entonces yo no comprendía que su forma de pensar triunfaría en los círculos conservadores y la mía sería derrotada. No creo que él ganara porque fuera un racista redomado, aunque lo era. (Más tarde fue despedido por escribir una columna en la que sostenía que “ni la ‘esclavitud’ ni el ‘racismo’ como institución son un pecado”). Creo que ganó porque era un revolucionario, mientras que yo era un conservador. Yo quería reformar las cosas; él quería destruirlo todo.
Las opiniones de Francis eran reaccionarias en el fondo, pero revolucionarias en el método. Comprendía que sus tácticas estaban más cerca de Karl Marx y Vladimir Lenin que de Edmund Burke. Y no era el único. En los últimos 50 años aproximadamente, las ideas revolucionarias de izquierda han entrado en lo que el marxista italiano Antonio Gramsci denominó la “filosofía espontánea” y que nosotros llamaríamos la atmósfera cultural. El movimiento MAGA se ha beneficiado al explotar estas ideas para destruir a la izquierda.
Las ideas, concebidas cuando el centro burgués constituía el grupo cultural dominante, se desarrollaron para destruirlo. Ahora la élite universitaria de izquierda es el grupo cultural dominante, y las ideas revolucionarias de izquierda funcionan igual de bien contra ellos. Permíteme darte algunos ejemplos de cómo el movimiento MAGA adopta ideas de izquierda para salirse con la suya (incluso sin saber, en la mayoría de los casos, de dónde proceden dichas ideas):
Posmodernismo. Muchos posmodernistas sostenían que no existe la Verdad con mayúsculas. Las afirmaciones son narrativas construidas para la imposición del poder. Lo que importa es de quién son las narrativas que obtienen el dominio social. Como señaló Jonathan Rauch en un brillante ensayo publicado en Persuasion, Donald Trump, quien probablemente nunca ha oído hablar de los posmodernistas, tomó esa idea y la puso en práctica. La verdad es lo que él diga que es. Kellyanne Conway habló de “hechos alternativos”. Rudy Giuliani, ese posmodernista de mala fama, dijo que “la verdad no es la verdad”.
Antiglobalización. En 1999, un grupo de activistas, en su mayoría de izquierda, protestaron contra el libre comercio y la globalización en una reunión de la Organización Mundial del Comercio en Seattle. Me encantaría volver atrás en el tiempo y ver sus caras al decirles quién resultaría ser su salvador.
La élite del poder. El sociólogo radical C. Wright Mills escribió un libro con ese título en 1956. Su argumento era que una élite oculta formada por personas que entraban en clubes exclusivos de Harvard, Yale y Princeton era quien realmente gobernaba Estados Unidos. El profesor de Berkeley Peter Dale Scott empezó a explorar un estrato político que con el tiempo denominó el “estado profundo” en su libro de 2007 The Road to 9/11. Como sabes, el movimiento MAGA acoge el concepto de “estado profundo” y este tipo de pensamiento conspirativo.
Marxismo-leninismo. Marx veía la historia a través del prisma del conflicto de clases. El movimiento MAGA también ve la historia como el conflicto entre las masas y las élites. Lenin creía que todo Estado institucionaliza la dictadura de una sola clase. El movimiento MAGA cree que Estados Unidos ha sido gobernado por una dictadura de las élites educadas. Lenin se dio cuenta de que se puede utilizar una vanguardia para tomar el poder y destruir por completo las estructuras del antiguo régimen. Esto es lo que pretende hacer el movimiento MAGA usando las tácticas leninistas tradicionales.
Ya en 2013, Steve Bannon fue sincero al respecto. “Soy leninista”, le dijo a un entrevistador. “Lenin quería destruir el Estado y ese también es mi objetivo. Quiero derribarlo todo, destruir todo el poder dominante actual”. Christopher Rufo, el guerrero cultural conservador, encarna el concepto de “vanguardismo” de Lenin, según el cual hace falta un pequeño cuadro revolucionario para impulsar la historia y liberar a las masas.
La teoría crítica. Este batiburrillo intelectual que surgió de algo llamado Escuela de Frankfurt se basó en el marxismo e influyó en la Nueva Izquierda durante las dos últimas generaciones. Uno de sus principios es que las instituciones supuestamente neutrales de la sociedad no son más que farsas que la élite utiliza para enmascarar su dominio del poder. Trump está de acuerdo. ¿Un Departamento de Justicia neutral? Fuera. ¿Medios de comunicación neutrales? Fuera. ¿Una Constitución neutral? Va de salida. ¿Un poder judicial neutral? Va de salida. ¿Libertad de expresión? Va de salida.
La política de identidad. Esta se basa, en primer lugar, en la idea de que la identidad de tu grupo explica tu visión del mundo más que tu conciencia individual. Se basa, en segundo lugar, en la idea de que la historia es una lucha entre grupos opresores y grupos oprimidos. Se basa, en tercer lugar, en la idea de que los grupos victimizados son inocentes y los grupos opresores son malvados. Estás definido por lo oprimido que esté tu grupo. En las últimas décadas, florecieron en las universidades estadounidenses departamentos basados en la identidad: estudios sobre la mujer, estudios afroamericanos, etc.
Trump tomó esta idea y le dio la vuelta. Ahora los profesores de estudios culturales son los opresores malvados y los cristianos evangélicos son los oprimidos perseguidos. Como muchos han señalado, el movimiento MAGA es política de identidad para blancos. Resulta que la política de identidad es más eficaz cuando tu grupo es el mayoritario.
El giro gramsciano. Gramsci sostenía que el poder cultural está entrelazado con el poder político. Las instituciones capitalistas ejercen su poder a través de la hegemonía cultural. Los cambios políticos son la concreción de cambios de valores que ya se han producido en la mente de las personas. Sam Francis (quien murió en 2005) citaba explícitamente a Gramsci como modelo a seguir cuando libraba sus luchas de la guerra cultural. Christopher Rufo hace lo mismo hoy. Por eso Trump ataca a las universidades, la radiotelevisión pública y el Centro Kennedy. Francis escribió una vez: “El objetivo principal debería ser la reclamación del poder cultural, la paciente elaboración de una cultura alternativa dentro del régimen, pero contra él: dentro de las entrañas de la bestia, pero indigerible para ella”.
El transgresivismo. Desde el siglo XIX, las personalidades culturales de izquierda han intentado “épater le bourgeois”, escandalizar a la burguesía. Lo han hecho en parte mediante obras de arte como la Fuente de Marcel Duchamp (1917), que era un urinario tumbado boca arriba, y el Cristo del pis, la fotografía de Andrés Serrano de 1987 de un crucifijo de plástico sumergido en un tanque de cristal con orina. Es divertido escandalizar a las élites mojigatas. Uno se convence de que intenta sacudir a la sociedad educada para que adopte una nueva forma de pensar. Hace poco, Político informó sobre un chat de texto de un grupo republicano con un marcado tono de provocación contra la burguesía, con participantes que compartían declaraciones deliberadamente ofensivas y performativamente transgresoras como “Amo a Hitler” y chistes sobre el Holocausto como “Tenemos que fingir que nos caen bien. ‘Oye, pasa. Date una buena ducha y relájate’. ¡Pum!: están muertos”.
La cultura de la cancelación. En Estados Unidos hay más seres humanos deseosos de ser ofendidos que deseosos de ofender. Hace unos años, la gente veía destruidas sus carreras por pronunciar palabras que ofendían a la izquierda sensible. Ahora la gente ve destruidas sus carreras por pronunciar palabras que ofenden a la derecha sensible. Son palabras como diversidad, equidad, género, no binario, antirracista, trauma y discurso del odio. Incluso el mero hecho de escribir palabras como trauma me traumatiza. ¡Qué horror! ¡Qué horror!
El año pasado, un escritor llamado James Lindsay copió la redacción de El manifiesto comunista, cambió sus valencias para que fueran de derecha y lo envió a una publicación conservadora llamada The American Reformer. Los editores, que desconocían su procedencia, lo imprimieron encantados. Cuando se reveló el engaño, ¡aún estaban contentos! La derecha está ahora ansiosa por acoger las ideas que condujeron a la tiranía, los gulags y la Revolución Cultural de Mao. Curiosamente, la derecha no adoptó las ideas políticas de izquierda que pretendían construir algo, sino solo las que pretendían destruir.
Pero la izquierda no se libra. Desde 1848, los intelectuales de izquierda han estado trabajando en un cuerpo central de pensamiento, compuesto, en parte, por las ideas enumeradas anteriormente. En 2020, los demócratas progresistas aceptaron estas ideas con gusto, hasta que Donald Trump las cooptó y desacreditó por completo. Una de las razones por las que el Partido Demócrata tiene tantos problemas es que las ideologías de la izquierda radical que sustentaban sus posturas culturales están kaput, y todavía no ha construido una tradición intelectual más moderada en la que apoyarse.
Si quieres una descripción en una sola frase de la situación política actual, aquí tienes mi propuesta: ahora tenemos un grupo de derechistas revolucionarios sin una ideología constructiva que se enfrentan a un grupo de progresistas que permitieron que su movimiento fuera capturado por una ideología revolucionaria de izquierda que fracasó.