Hay una gloriosa locura en los Juegos Olímpicos de París, los primeros que se celebran en la ciudad desde 1924, como si Francia, en su interminable ardor revolucionario, hubiese tardado un siglo para reflexionar sobre algo inimaginable: la transformación de una gran ciudad en un estadio.

El corazón de París ha enmudecido con los preparativos de la ceremonia inaugural del viernes, cuando una flotilla conducirá a miles de atletas por el río Sena, bajo los puentes donde a los amantes les gusta entretenerse.

París se transforma

Desde el puente de Austerlitz, al este, hasta el Mirabeau, en el oeste, las avenidas están cerradas, las gradas para espectadores recién construidas se alinean a orillas del río, las aceras están cerradas con vallas y los residentes necesitan códigos QR emitidos por la policía para poder llegar a sus casas. Los querubines dorados, las ninfas y los caballos alados del Puente Alejandro III contemplan las gradas metálicas y las poses de la policía.

El proyecto olímpico es casi impensable por su audacia, pero la Torre Eiffel nunca se habría alzado sobre París en 1889 si hubieran prevalecido los muchos detractores. Cuando se construyó para la Exposición Universal de París, Guy de Maupassant calificó la torre como un “gigantesco esqueleto espantoso” que lo hizo salir de París.

Ahora, entre el primer y el segundo piso, cinco anillos olímpicos gigantes –azul, amarillo, negro, verde y rojo– adornan la torre. Por la noche brillan sobre el parque Campo de Marte, donde se celebrará la competencia de vóleibol de playa. Cerca de allí fluye el río Sena, embellecido con un costo de unos 1500 millones de dólares y suficientemente limpio, según se dice, para celebrar varias pruebas olímpicas, entre ellas dos de 10 kilómetros de natación y el triatlón.

Asombro, un estado común

Hace 101 años se prohibió nadar en el Sena. Todo llega a su fin. Estas olimpiadas, con un costo de unos 4750 millones de dólares, se concibieron para ser transformadoras de una manera duradera y respetuosa con el medioambiente. “Queríamos una pizca de revolución, algo que los franceses recordaran con orgullo”, me dijo Tony Estanguet, jefe del Comité Olímpico de París.

El maratón olímpico comenzará en el Ayuntamiento, donde en 1944 el general Charles de Gaulle pronunció uno de sus discursos más memorables.

Aquí, el asombro es un estado común. La forma en que la luz cae –sobre una cúpula dorada, o a través de las hojas de los árboles, o sobre los muros de piedra caliza de un hermoso bulevar, o a través del agua brillante del Sena al atardecer– detiene a los visitantes en su camino.

En verano, multitudes de jóvenes se reúnen a orillas del río. Beben vino y cerveza. Tocan música. Pasan barcos turísticos con turistas que saludan y son saludados. Se siente la convivencia sensual que ha hecho que “París” y “romance” sean palabras inseparables.

También es una ciudad de formalidad y refugio. Los espacios tranquilos conviven con la grandeza arquitectónica.

Palacios y sitios históricos se unen a las competencias

El Louvre estará en el recorrido del maratón y de la carrera ciclista en ruta.

Incluso en los accesos al Gran Palacio, construido junto a la avenida de los Campos Elíseos para la Exposición Universal de París de 1900, los caminos de grava conducen a través de recónditas zonas verdes. El inmenso palacio, con su fachada clásica de piedra y su tejado abovedado de hierro, acero y cristal, acogerá las pruebas de taekwondo y esgrima. Parece un escenario adecuado para el sable.

Un poco más abajo, en la plaza de la Concordia, los atletas de baloncesto 3x3, break dance (conocido en los Juegos Olímpicos como breaking) y BMX freestyle (acrobacias de los pilotos de bicicletas motocross) competirán por las medallas de oro. A los huéspedes del hotel Crillon, uno de los símbolos del lujo parisino, no les hará ninguna gracia.