¿Qué cosas no encontré? ¿Qué horrores no faltaron allá arriba? ¿Te imaginas que, nomás para joderte, alguien acumulara en tu ático todas las cosas horribles y sobrenaturales que tú habías visto sólo en películas?
A partir de aquella noche aciaga, ya no pudimos vivir en aquella casa maldita que nos expulsó hasta que allá no quedó de nosotros ni nuestro recuerdo.
¡Cómo se deshacen las vidas en un instante!
¡Cómo se va conjugando todo para que se formen las desgracias! Y, cómo, cuando llegan, apenas puede creer uno que ya perdió todo: su tranquilidad, su forma de vida, todo.
Si recuerdas, la última vez que platicamos tú y yo, fue en la granjita de Manuel, cuando nos hiciste la despedida en vísperas de que nos fuéramos Mira, hasta donde platiqué contigo en aquella reunión ya para irnos a Santa Isabel, yo ya había terminado de pagar la finca, que me salió casi regalada, excepto la escrituración, que fue toda una broncota legal...
Nos fuimos muy ilusionados, y en una semana ya estábamos bien instalados... claro, con sus bemoles, porque estábamos tan acostumbrados a la casa de Chihuahua, que acomodarnos en una casona del siglo antepasado, pues era como meternos a una bodega.
Un día cuando estábamos todos en el cuarto que destinamos para la televisión, en seguida del otro que era sala y biblioteca, veíamos un programa en la tele, y que de repente nos llegaron unos ruidos como de ratones...
Yo en persona fui a ver de dónde salían los ruidos, y ya me estaba haciendo a la idea de que en la mañana tendría que ir a comprar trampas para ratones, cuando me di cuenta de que el alboroto estaba en el techo... se oían unos grititos que me sacaron de onda, porque parecían más como gritos de enanitos que chillidos de roedor.
En un cuarto al que no le dimos ningún uso, estaba instalada una obra de arte: una preciosa escalera de caracol hecha de hierro forjado, con adornos del mismo metal en forma de ramas y hojas. Siempre me intrigó, porque donde terminaba el caracol, eran las vigas, y nunca supimos que hubiera nada allá arriba... pues ahora supe que de ahí venían esos grititos que me inquietaban y que terminaron por ponerme los nervios de punta...
Pero a la media noche no eran ya los rasguidos y los gritos como de duende, sino que comenzaron a golpear la madera de los techos, como si estuvieran huecos de arriba.
Con el miedo en la sangre, con una especie de parálisis de las piernas, me fui sujetando y, armado con una linterna y una cuña pata de chiva, me empujé hacia el final de la escalera de caracol que llevaba a ningún lado.
A poco de batallar con la vista, y dando golpes con mi herramienta, descubrí que había en el techo una puerta camuflada, y la hice caer en sus bisagras hacia abajo. Con un miedo más intenso cada vez, me vi en la necesidad de entrar en aquella trampa, que resultó ser un ático oculto...
Sólo te voy a decir que el menor de los males allá arriba, fue un cadáver momificado de perro, que colgaba como si lo hubieran sacrificado en medio de una condena que lo castigó a sufrir muerte tan horrenda. El colmo, el colmo de los colmos, fue que, en ese territorio desconocido para mí, algo me arrastró por el viento y me sacó de allá, y me envió al nivel del suelo de la planta baja, y en la acción me rompí mínimo tres costillas.
Los horrores sucedieron durante varios meses, horrores semejantes al que te cuento, y peores, que yo considero que salir de allá vivos, fue toda una hazaña...
¡Pinche compadre! ¡Y todavía me preguntas que por qué nos regresamos a la casita del Infonavit!