La trama era de terror, como muchas de las historias de inseguridad que ocurren en México. Fernanda Anahís viajó el nueve de julio de Juárez a Saucillo, para supuestamente sacar ficha en la Escuela Normal Rural, pero desde entonces su familia dejó de tener contacto con ella.
Joven de 18 años perdida, originaria de una de las ciudades más peligrosas del país para las mujeres, sus familiares temían lo peor. Con justa razón.
Empezaron sus padres a mover cielo, mar y tierra, aunque la intuición les daba señales de que su hija estaba bien, así no estuviera con ellos. Las peores horas de angustia pasaron hasta saber que el mismo día, el novio de Fernanda, Ulises Isaac, tampoco había aparecido por su domicilio en la colonia Gobernadores de la frontera.
Pero transcurrieron los días y no aparecían ni Fernanda ni Ulises, a cuyo alrededor se tejieron varias historias, como que ya iban de Saucillo a Juárez en un Ómnibus que se descompuso en la carretera en medio de la nada y alguien se los habría llevado por la fuerza.
Los jóvenes, ambos de 18 años de edad recién cumplidos, optaron por cortar todo contacto con sus familiares, por razones que han permanecido y deben permanecer en el ámbito de lo privado, aunque podemos asentar que decidieron construir un proyecto juntos ante las circunstancias que enfrentaban.
La Fiscalía Especializada en Atención a Delitos por Razón de Género  (FEM) fue la instancia que comenzó las indagatorias para concluir de forma rápida y eficiente que no había delito que perseguir. Estaban sanos y salvos, alejados de sus casas por voluntad propia.
No era y nunca lo fue una desaparición forzada ni una agresión contra los jóvenes el motivo que los mantenía lejos de hogar, tan lejos como Tonalá, Jalisco, hasta donde pudieron llegar con sus limitados recursos los arriesgados novios, negados por completo a establecer contacto directo con sus familiares.
Es difícil suponer que durante casi un mes los jóvenes no tuvieron acceso a los medios de comunicación ni a las redes sociales que se llenaron de sus pesquisas y de notas con las solicitudes de apoyo para la búsqueda que hicieron sus familiares.
Si pudieron ver o no las consecuencias de su decisión de escaparse ya es poco importante, pues lo que en verdad es relevante es el relativo final feliz de la historia; que están con bien, aunque alejados de sus familias nucleares.

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Alrededor de dos semanas después de la desaparición, la Comisión Estatal de Búsqueda, en una decisión un tanto extraña porque es desconocido el protocolo por el cual actuó así la dependencia, lanzó el ofrecimiento de una recompensa de 200 mil pesos para dar con el paradero de los jóvenes.
Aunque en el círculo de los investigadores de la Fiscalía General del Estado y también alrededor de las familias ya era conocido que el tema, por fortuna, no implicaba algún delito, la instancia decidió incrementar los recursos apostados al propósito de encontrar a Fernanda y Ulises.
En su momento señalamos que nadie debe obstaculizar la garantía de acceso a los derechos humanos de las personas desaparecidas y, por el contrario, todas las víctimas deberían de ser encontradas, tanto por el daño individual que representan como por el dolor y el resentimiento social que causan.
El problema no es el recurso destinado a las desapariciones que siempre será insuficiente, sino que se elijan casos como estos en donde no han sido localizados, pero la investigación profesional arroja otra cosa diferente a la desaparición forzada, como la decisión de dos personas mayores de edad que se van voluntariamente de casa, ya sea por un entorno familiar complicado o simplemente por cuestiones muy particulares.
Habíamos asentado que el caso de Fernanda Anahís y su novio Ulises Isaac es revelador tanto de la situación especial de los enamorados desaparecidos, como la de sus familias, las instancias de gobierno y la sociedad entera. 
Reveló incluso la perversidad de la que pueden ser capaces quienes manipularon a las familias para plantarse casi cuatro días enteros frente a Palacio de Gobierno, con una exigencia incomprensible. 
Además de revelador, es ilustrativo de estas situaciones que a nivel de gobiernos o de políticas públicas es difícil atender en un entorno liberal y de creciente respeto a los derechos humanos; son asuntos familiares que, como tales, deben atenderse en el seno de la familia y, cuando trascienden de las paredes del hogar, deben abordarse con un enfoque sociológico, más allá del técnico que exige una investigación ministerial.

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El juicio público contra los jóvenes y sus familias es duro. Lo es más por la posible irresponsabilidad e inmadurez de los novios o por las condiciones particulares de sus hogares, que por lo que socialmente existe de fondo en el fenómeno de las desapariciones.
Vale la pena insistir en que ya no es lo importante opinar, menos a partir de los prejuicios sociales, sobre lo bien o mal que hicieron los jóvenes desaparecidos por varias semanas; ello con independencia de que hayan sido causantes, además, de un bloqueo en el centro de la capital por parte de sus familiares, con la exigencia de que los encontrara la Fiscalía General del Estado y los trajera de vuelta a su tierra.
Juzgarlos no abona siquiera a la comprensión del caso específico y mucho menos al entendimiento del problema social que representan las desapariciones en Chihuahua y en todo el país. Alcanzan el nivel de catástrofe humanitaria desde la gestación de la problemática hace varias décadas.
Sabemos que, en números gruesos, las desapariciones en Chihuahua rondan los dos mil 500 casos al año. En buena medida son de adolescentes que huyen de sus familias o deciden dejar la casa por diferentes razones, pero en una proporción menor son de personas desaparecidas de forma dolosa.
Alarmantemente, aunque parezca una cifra menor, entre el 10 y el 15 por ciento de los desaparecidos jamás regresan a sus hogares, en buena medida por la intensa actividad criminal que existe en la entidad.
Es una realidad que hay corredores de alto riesgo para del delito en gran parte del estado: de Juárez o Chihuahua a Casas Grandes; de Parral a puntos más lejanos de la Sierra; de la capital a Parral; de Cuauhtémoc a los municipios adentrados en el noroeste de la entidad, como Madera y otros.
La desaparición forzada -la atribuible jurídicamente en exclusiva a las corporaciones policiacas de todos los niveles y la que es entre particulares con fines delictivos- no sólo debe diferenciarse de la voluntaria, sino que debe recibir mayor atención y recursos para atacar de fondo la problemática, agravada con la impunidad prevaleciente en esos delitos.

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Casos como el de Fernanda y Ulises, igual que los otros 85-90 por ciento de los que se van de casa por voluntad propia, berrinche o la decisión de alejarse de sus familias (para bien en algunos casos donde los menores viven el peor de los maltratos), distraen esos recursos limitados de los que dispone cualquier autoridad para cumplir con su trabajo consignado en las leyes.
No es únicamente el ofrecimiento de 200 mil pesos como recompensa por información que llevara a ubicar a quienes fueron víctimas del amor juvenil más que de cualquier delito.
Los recursos distraídos incluyen viáticos, vehículos, combustibles, sueldos de agentes y hasta boletos de avión de quienes, por fortuna, ubicaron sanos y salvos a los jóvenes desaparecidos, pero no podían obligarlos a regresar a sus hogares por ser mayores de edad.
No debe criminalizarse la decisión de huir ni los desesperados intentos por saber dónde estaban de sus familiares, por elemental respeto a los derechos y la naturaleza humana que tienen ambas partes en el conflicto privado.
Sin embargo, seguramente hubieran sido mejor aplicados recursos extraordinarios de la Fiscalía General del Estado, la Comisión de Búsqueda y la FEM en víctimas reales de algún delito, cuyas familias viven por días, meses y hasta décadas en la nociva incertidumbre que genera el desconocimiento del destino de sus seres queridos.
El que ellos anduvieran en la aventura de novios y su familia temiera lo peor, deja lecciones individuales, familiares y sociales que deben aquilatarse.
Es muy grave la desaparición especialmente por el contexto permanente de violencia en el que vivimos. Pero también es delicado y hasta inútil atacar desde una misma perspectiva lo que son asuntos diferentes: unos de la esfera familiar o individual y los que tienen detrás una intencionalidad criminal, que distan mucho entre sí, desde su origen hasta sus consecuencias.