Cualquier intento de querer destacar su trayectoria al servicio de Dios y, por ende, al servicio de la humanidad entera, será insuficiente ante el testimonio y/o simpatía de millones de católicos y no católicos de todos los puntos cardinales, que con sentimientos encontrados estarán perplejos por la partida de uno de los mejores y más carismáticos pontífices de los últimos tiempos.
Pero es la alegría la que debe invadirnos para celebrar gustosos tanto la vida que tuvo el Papa Francisco, como su traslado a un mejor lugar, a aquel que siempre deseó para toda persona sin exclusión alguna. Ahora más que nunca nos corresponde seguir orando por él, como humildemente lo solicitaba en cualquier oportunidad de interacción con las personas: “recen por mí”.
Con una disrupción muy cuestionada, contrastada con una férrea resistencia a dejar esquemas incongruentes con la fe en Dios, realizó importantes cambios en la Iglesia Católica y en el Estado Vaticano, como lo fueron: combatir decididamente los abusos sexuales cometidos por sacerdotes; transparentar las finanzas de la Santa Sede; la renuncia a los acostumbrados lujos que acompañaron el entorno de sus antecesores; promover y realizar un diálogo ecuménico por el orbe; apertura con la comunidad LGTBIQ+; empatía y acogimiento con las personas migrantes; etcétera.
Aunque siempre fueron impregnadas de misericordia y de amor —al igual que sus acciones—, sus palabras no sólo sensibilizaron muchos corazones, sino que también cimbraron mezquindades que no pudieron soslayar o rebatir su indiscutible autoridad de múltiple índole. Fiel a Jesús, no dudaba en seguir su ejemplo y, así, denunciar y exigir lo que fuera en favor de los más desprotegidos y contra los más poderosos.
Hasta el último momento nos mostró alegría, vitalidad, ternura, empatía, bondad y muchísimas virtudes más, que siempre le distinguieron. No faltaba el abrazo, el beso, la sonrisa, el saludo, la comprensión, la caricia, entre otras actitudes benevolentes y misericordes, que iba ofreciendo a toda persona sin interesarle alguna condición de enfermedad o de pobreza que pudiera haber. Al contrario, era demasiado afecto a quienes tenían grandes necesidades materiales y espirituales.
En su encíclica “Fratelli Tutti” (Hermanos todos) señaló: “Las siguientes páginas no pretenden resumir la doctrina sobre el amor fraterno, sino detenerse en su dimensión universal, en su apertura a todos. Entrego esta encíclica social como un humilde aporte a la reflexión para que, frente a diversas y actuales formas de eliminar o de ignorar a otros, seamos capaces de reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras. Si bien la escribí desde mis convicciones cristianas, que me alientan y me nutren, he procurado hacerlo de tal manera que la reflexión se abra al diálogo con todas las personas de buena voluntad” (párrafo 6).
Por otra parte, en ese diálogo afable que inevitablemente se convertía en estridencia para sus detractores, en la mencionada encíclica refirió: “Algunos nacen en familias de buena posición económica, reciben buena educación, crecen bien alimentados, o poseen naturalmente capacidades destacadas. Ellos seguramente no necesitarán un Estado activo y sólo reclamarán libertad. Pero evidentemente no cabe la misma regla para una persona con discapacidad, para alguien que nació en un hogar extremadamente pobre, para alguien que creció con una educación de baja calidad y con escasas posibilidades de curar adecuadamente sus enfermedades. Si la sociedad se rige primariamente por los criterios de la libertad de mercado y de la eficiencia, no hay lugar para ellos, y la fraternidad será una expresión romántica más” (párrafo 109).
En esa preocupación por los demás que lo guiaba y que promovía, en la citada carta igualmente afirmó: “El amor implica entonces algo más que una serie de acciones benéficas. Las acciones brotan de una unión que inclina más y más hacia el otro considerándolo valioso, digno, grato y bello, más allá de las apariencias físicas o morales. El amor al otro por ser quien es, nos mueve a buscar lo mejor para su vida. Sólo en el cultivo de esta forma de relacionarnos haremos posibles la amistad social que no excluye a nadie y la fraternidad abierta a todos” (parágrafo 94).
Respecto de la política, no hubo diferencia en la determinación y exigencia con que acostumbraba hablar: «Ante tantas formas mezquinas e inmediatistas de política, recuerdo que “la grandeza política se muestra cuando, en momentos difíciles, se obra por grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo. Al poder político le cuesta mucho asumir este deber en un proyecto de nación” [162] y más aún en un proyecto común para la humanidad presente y futura. Pensar en los que vendrán no sirve a los fines electorales, pero es lo que exige una justicia auténtica, porque, como enseñaron los Obispos de Portugal, la tierra “es un préstamo que cada generación recibe y debe transmitir a la generación siguiente” [163] » (parágrafo 178).
En relación con la conversión, el Papa Francisco expresó que no debe ser únicamente ausencia o distanciamiento del mal, sino además dinamismo para hacer el bien: “Convertirse es aprender a tomar cada vez más en serio el mensaje del Evangelio e intentar ponerlo en práctica en nuestra vida. No se trata sencillamente de tomar distancia del mal, sino de poner en práctica todo el bien posible: esto es convertirse. Ante el Evangelio seguimos siendo siempre como niños que necesitan aprender. Creer que hemos aprendido todo nos hace caer en la soberbia espiritual” (El Papa: “Volver a lo esencial de la vida, para deshacernos de todo lo que es superfluo”, Vatican News, 05 de diciembre de 2023).
Las referencias que anteceden, de un contenido sumamente humano y pedagógico, son ejemplo de las ilimitadas prédicas y documentos que reflejan su sólido compromiso con la fe, siendo parte de su legado de amor y compasión.
Recemos por el Papa Francisco, para que ya se encuentre disfrutando alegremente en la Casa del Padre.