Cuántas veces en algún momento escuchamos decir a los hijos cuando hablan acerca de la relación con sus padres: no me quieren, no me atienden, no les importo, no me tienen confianza, siempre me dejan hacer lo que quiero, mis problemas le son indiferentes, son muy exigentes conmigo, no los soporto, etc. Aunque no siempre son verdaderos los comentarios, reflexionamos al respecto.
En el orden humano y natural son los padres quienes en primer lugar tienen el derecho y deber correlativo de educar a los hijos. Sin embargo, en esta época pareciera que hemos renunciado a ello, no comprendemos y aceptamos que la primera necesidad que tiene un hijo es la de crecer en un hogar unido, en el que se encuentre una sola voluntad en su padre y madre en relación con las orientaciones para una vida plena.
Tristes los hogares donde el niño tiene ante sí una gran pantalla de televisión, en la que sus padres son los protagonistas del programa o serie, donde en vivo y a todo color ve como entre ellos disputan todo porque no se entienden entre sí, libran una batalla cuyo fundamento es su egoísmo feroz sobre un ring o campo que llamamos la vida de los hijos.
Es evidente que no es posible educación alguna cuando el niño presencia ante sí una escena en la que uno manda una cosa que el otro no lo permite, o bien, que uno critica lo que el otro dispone; más aún, uno que está a la espera de que un hijo cometa alguna desobediencia para usarla como medio para herir al otro cónyuge.
Olvidan los esposos que los hijos deben vivir en un ambiente iluminado por la razón, planteado de un modo tal que despierte el sentimiento y al mismo tiempo ilumine y forme la inteligencia de los hijos. De Igual modo debe reinar un ambiente de afecto y disciplina, en un hogar unido y afectivo en el que los hijos de manera natural aman y desean lo bueno que los padres les enseñan.
Es innegable que la influencia de los padres que forman moralmente y virtuosamente se ve revelada en los hijos cuando estos exhiben un comportamiento moral digno al actuar con otras personas, de manera natural se conducen con prudencia, templanza, disciplina, responsabilidad, respeto, etc., sin dejar de ser ellos mismos, espontáneos, alegres, dicharacheros.
Ese comportamiento moral virtuoso inicia desde una edad temprana, con una disciplina basada en reglas que deben seguir, dicho de otro modo, en normas que ordenan su actuar hacia el bien; hacer esto les ayudará a corregir los malos hábitos que pudieran tener, para encauzarse por el camino correcto, no olvidemos que los niños necesitan ser guiados con firmeza.
Si bien la educación no se limita solo a inculcar en los niños la adquisición de conocimientos, es necesario el desarrollo de ésta pues es la que guía a la persona hacia el conocimiento de la verdad y el bien. Esta permite a los niños comprender el mundo que los rodea, su entorno, por tal motivo los padres al educar deben realizar las acciones que les permitan desarrollar las capacidades intelectuales para que llegado el momento puedan discernir entre lo bueno y lo malo, y con ello tomen las decisiones correctas.
Tanto en el aprendizaje de conocimiento como en el moral, los niños de forma natural aprenden por imitación; de hecho, nosotros los adultos hay que decirlo, gran número de conocimientos y formas de comportamiento los aprendimos de ese modo; de ahí la importancia de ser ejemplo: en ambos campos, esto es decisivo, pues más tarde que temprano se ve reflejado en la formación del carácter de la niñez.
Como ves la responsabilidad es bastante, pues es en el seno familiar donde inicia la educación, se inculcan a los niños las primeras virtudes que se arraigaran en su vida; no desdeñemos aquello que en su momento aprendimos en casa, es en gran parte lo que practicamos y es lo que con nuestra palabra y ejemplo es prudente inculcar a los hijos.
La formación en el seno familiar nunca va dejará de ser relevante, por el contrario, es un marco sólido de guía en nuestra práctica educativa; por tanto, no nos neguemos a cumplir la función de padres y educadores en el sentido recto de la palabra.