Ciudad Juárez.- La política, esa danza de estrategias, ambiciones y discursos, alguna vez aspiró a ser el arte de lo posible, el puente entre lo ideal y lo realizable. Hoy, sin embargo, se asemeja más a un teatro de espejos, donde las formas importan más que el fondo, y las alianzas se construyen sobre el aire viciado de la adulación. Lo dijo Maquiavelo en su tiempo: quien gobierna rodeado de aduladores termina creyendo sus propios engaños. Y ese es, justamente, el cáncer de las fuerzas políticas actuales en nuestro país que se alimentan de apariencias, pero carecen de sustancia.
Nos es para nadie un secreto que las fuerzas políticas se disputan el control de parcelas de poder como si fueran botines de guerra (claro, no importa el contexto, parece que ese es, a fin de cuenta la dinámica de los “de arriba”) cada grupo presume representar "el verdadero cambio", pero todos utilizan las mismas piezas del tablero: operadores reciclados, los mismos discursos ya desgastados y estrategias que se repiten cada seis años con nombres diferentes como de innovadoras propuestas se tratara. La decadencia no es una metáfora: es una escena cotidiana. En esta ciudad, por ejemplo, basta con recorrer los enjambres de poder para encontrar una red de pactos improvisados, lealtades de ocasión y favores en lista de espera.

Las cúpulas partidistas parecen más preocupadas por garantizar su sobrevivencia que por imaginar un modelo real de transformación. El interés colectivo ha sido reemplazado por el interés de facciones. Cada uno juega su propio tablero de ajedrez, y están dispuestos a sacrificar peones, alfiles, incluso reinas, con tal de llegar al final con la corona en las manos, aunque esté hecha de espejismos.
El problema de fondo no es solo moral, es estructural. Las alianzas políticas actuales ya no nacen de la afinidad ideológica o de la voluntad popular, sino del cálculo más frío: cuántos votos aportas, cuántas plazas puedes colocar, cuánto dinero puedes conseguir, cuantos enemigos puedes neutralizar. El valor humano es una estadística, la ética una anécdota. La política se ha convertido en una competencia por ver quién logra maquillar mejor su ambición.
Pero a pesar de todo lo descrito, olvidan algo fundamental. Como en la vieja metáfora, un grano de arena puede parecer inofensivo, pero miles juntos tienen el poder de desgastar incluso al más fuerte. Las decisiones que hoy se toman desde el privilegio, la soberbia y la impunidad, tendrán un costo. Porque si abres el ánfora de Pandora, debes estar dispuesto a aceptar lo que contiene: el caos no se doméstica.
Muchos grupos de poder parecen vivir cómodos en medio del desorden. De hecho, lo cultivan. Lo utilizan como herramienta para fragmentar, dividir, manipular. Crean enemigos internos para justificar su permanencia. Construyen ficciones para tapar su incompetencia. Pero el caos no es leal. Y cuando se desborda, no distingue entre aliados y traidores. Esa es la factura que no están dispuestos a pagar.
Lo vemos en México todos los días. Escándalos de corrupción que se tapan con escándalos mayores. Alianzas que se rompen a la primera traición. Proyectos que se caen antes de consolidarse. El país vive en una transición perpetua, pero sin destino. Se camina, sí, pero el rinoceronte Rómulo solo se hace en círculos. Y cada paso, aunque pequeño, retumba. Porque los pasos en la azotea siempre suenan. Aunque se intente silenciarlos con aplausos falsos o encuestas a modo.
La memoria política es corta, pero no inexistente. Los ciudadanos —aunque fragmentados, aunque agotados— observan. Tarde o temprano, los errores acumulados terminan por construir una narrativa imposible de ignorar. Y cuando eso ocurre, ni el discurso más pulido ni el pacto más blindado podrá evitar la caída.
La decadencia de las fuerzas políticas no es un destino inevitable, pero sí una consecuencia lógica de años de desprecio al fondo, de obsesión por las formas, de sacrificio de convicciones por conveniencias. Quien gobierna pensando que el poder es eterno, no ha entendido que lo único que permanece es la huella que se deja. Y si esa huella está marcada por la mentira, la manipulación y el egoísmo, no tardará en borrarse con la primera ola de verdad.
Quizá es momento de dejar de construir castillos en el aire, de entender que ningún grupo puede monopolizar el poder sin consecuencias. Porque cuando todo gira alrededor de lo que se puede ganar, se olvida lo que realmente se puede perder: la confianza, la legitimidad, la historia.
En política, las alianzas duran poco, pero las traiciones duran para siempre. Y los pasos en la azotea, aunque se nieguen, siempre se escuchan. A veces solo basta que alguien mire hacia arriba para recordar que todo lo que sube, eventualmente, caerá.