Estaba pendiente una nota cuya continuidad quedó comprometida por el asesinato de Carlos Manzo (de la inmundicia local ya me puedo ocupar después).

Hay muertes, ciertas muertes, cierto tipo de muertes, que no sólo interrumpen una biografía, sino que exhiben el tamaño de una ruina; de una ruina colectiva, para ser exactos. La de Carlos Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan, es una de ellas. No murió por azar ni por estar en el lugar equivocado, lo mataron porque representaba la posibilidad de que en Michoacán un hombre honesto ejerciera el poder sin deberle nada a nadie; En esta hora, en México, ése es, ya, un delito no tipificado.

Manzo llegó al cargo sin partido, sin padrinos y sin consignas; en una tierra donde la lealtad se alquila, eligió el camino de la autonomía, ése que deja al funcionario solo frente a sus enemigos y frente a su conciencia. Manzo no debía favores, y esa fue, quizá, su mayor culpa política; la independencia —ese concepto tan celebrado en discursos— se paga cara cuando se ejerce de verdad.

Manzo no era un temerario ni un loco; era un hombre cuerdo, consciente, lúcido; alguna vez dijo: “Tengo miedo, pero tengo que acompañarlo de valentía”. Es difícil encontrar una definición más exacta del valor público. El miedo lo habitaba, lo acompañaba a los eventos, a las plazas, a las reuniones; no lo negaba, lo integraba. Gobernar con miedo y no rendirse es, en México, una forma de heroísmo cívico. A diferencia de tantos que callan para conservar el puesto (o una vida miserable), Manzo habló; lo hizo una y otra vez, pidiendo ayuda al Estado que debía protegerlo. Cada carta, cada entrevista, fue un intento desesperado por evitar lo inevitable: “‘No quiero ser de los ejecutados’: Las veces que Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, pidió ayuda”.[1] Pidió ayuda, de maldita cosa le sirvió tal cosa, con este gobierno de porquería. Cuando lo dijo, no buscaba dramatismo; en realidad estaba levantando un acta anticipada de defunción; ahora, sus palabras son prueba y epitafio.

¿Vamos a conmovernos? ¿Seremos capaces de hacer algo? ¿Actuaremos o la parálisis de la cobardía, de la complicidad, del “arreglo” van a prosperar?

Manzo pudo irse, pero decidió quedarse; permanecer fue la forma que eligió para demostrar su resistencia; lo fácil, lo cómodo, lo simple, habría sido ceder o huir; él optó por continuar en su cargo, asistir a los actos públicos, mirar de frente; su permanencia no fue imprudencia, fue coherencia; no quería gobernar desde el miedo, aunque el miedo lo acompañara.

Sin embargo, pese a los avisos, lo asesinaron; cegaron su vida a pesar de estar “protegido” —ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja (larga carcajada amarga)—. Catorce elementos de la Guardia Nacional custodiaban su entorno; aun así, los sicarios llegaron y dispararon. No hay nada qué decir ni qué agregar, el hecho habla por sí solo; y habla en dos sentidos: o la Guardia Nacional sirve para un carajo o ellos mismos lo vendieron. Ésos son quienes nos están cuidando a los ciudadanos y los que cada semana se sientan en ridículas mesas de seguridad mientras los políticos y generalotes se hacen caravanas unos a otros, mentecatos.

La pregunta que se detona a raíz del asesinato de Manzo es una sola, evidente, pertinente, necesaria: ¿De qué sirve un cerco de seguridad si el peligro está adentro? En un país donde la corrupción es estructura y no accidente, la protección se vuelve un trámite; el Estado presume protocolos, los criminales conocen los huecos y el ciudadano —incluso un presidente municipal— queda en medio, indefenso, esperando su turno.

En definitiva: Indudablemente, Manzo sabía que lo iban a matar y aún así decidió quedarse; no pienso que creyera en la inmortalidad; creo, más bien, que entendía que, retirarse, huir, rehuir, zafarse, era otra forma de morir; su destino no es un enigma ni una incógnita pendiente de cumplir, lo asumió con la serenidad del quien conoce su suerte (no exagero si digo que me recuerda a Aquiles); lo que lo convierte en figura trágica no es el final de su vida, sino la decisión de no modificar la ruta sabiendo el desenlace. Eso, en política mexicana, ya es un acto revolucionario.

Deja una lección amarga pero necesaria; el valor individual no basta cuando el sistema está podrido; y en México el sistema lo está, hasta la médula. La vida de Carlos Manzo muestra el límite del heroísmo personal en un entorno institucional que se derrumba; y, sin embargo, su ejemplo persiste: gobernar con miedo, hablar cuando todos callan, permanecer cuando todos huyen, en eso consisten las virtudes civiles que un país desmemoriado necesita recordar a diario.

A Carlos Manzo lo mató el crimen, sin duda, pero también lo mató la indiferencia, la complicidad y la inercia; en realidad, lo mató un Estado fallido que no sabe, ni quiere, ni puede, cuidar a sus servidores ni hacer justicia a sus muertos.

El régimen que prometió regeneración sólo ha servido para perfeccionar la impunidad y convertir la seguridad en discurso hueco, la justicia en trámite burocrático y la esperanza en vana consigna.

Contácteme a través de mi correo electrónico o sígame en los medios que gentilmente me publican, en Facebook o también en mi blog: https://unareflexionpersonal.wordpress.com/

[email protected], [email protected]

[1] Nota de la redacción: “‘No quiero ser de los ejecutados’: Las veces que Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, pidió ayuda”, publicada el 01 de septiembre de 2025, por el periódico El Financiero.