A mediados de septiembre, mientras el país estaba en pleno "pre-copeo" por los festejos patrios, en San Nicolás de Carretas (Gran Morelos) la celebración de sus fiestas patronales terminó en fuego. Así acabaron antes de empezar el Grito de Independencia y otras actividades cívicas, políticas y culturales.
Seis hombres murieron a balazos en una calle principal, entre la música y eco del gentío que llenó el pueblo durante varios días de fiesta. Detrás de aquella pelea, que comenzó como una disputa entre familiares del exalcalde priista Gilberto Gutiérrez Montes, estaba la ruptura interna de un grupo delictivo que por años operó en la región sin grandes sobresaltos.
Desde esa noche, diversas comunidades de Cuauhtémoc, Santa Isabel, Belisario Domínguez, Nonoava, San Francisco de Borja y Guachochi, entre otros municipios, han vivido una espiral de incendios, amenazas y ejecuciones.
Mientras las autoridades locales apenas logran contener el miedo de tan despintadas que están, en los caminos de terracería se habla de ajustes entre los mismos integrantes del cártel, y los pobladores saben que eso equivale a una advertencia para moverse lo menos posible, mirar hacia otro lado, no preguntar.
Las corporaciones estatales mantienen operativos intermitentes. Las fuerzas federales, por su parte, parecen ausentes, llegan tarde, se repliegan pronto y rara vez permanecen el tiempo suficiente para restablecer algo parecido a la seguridad.
A inicios de octubre, la violencia se extendió hacia el corazón de la Sierra Tarahumara. Luego en Guachochi, una comunidad rarámuri y mestiza pujante, con grandes palancas para el desarrollo económico y social, un grupo armado abrió fuego contra civiles en plena madrugada. Siete personas murieron y otras tantas más salieron heridas, gran parte de las víctimas de una misma familia.
Los testigos de los hechos sangrientos de la semana pasada relatan una noche de persecución y confusión. Hubo camionetas cruzando las plaza y las calles, disparos al aire, y luego el griterío de miedo y dolor. Días después, un operativo con más de 130 elementos patrullaba las calles sin resultados claros. Los responsables siguen sin ser identificados; la comunidad aún entierra a sus muertos.
Las versiones oficiales apuntan a una disputa entre células de un mismo grupo que se llevó entre las patas a inocentes, pero el fondo del problema parece más profundo: una ausencia prolongada de autoridad y justicia que permite que los conflictos criminales se mezclen con la vida cotidiana. En el papel, hay presencia de la Guardia Nacional y del Ejército; en el terreno, la sensación general es de abandono.
Más al sur del estado, en la carretera de Parral a Guadalupe y Calvo, en los límites de San Francisco del Oro, los cuerpos de cuatro hombres fueron hallados dentro de una camioneta negra a la orilla del camino. El hallazgo se sumó a la serie de muertes recientes que, de tan constantes, ya ni siquiera alcanzan los titulares de los periódicos.
El crimen organizado se reacomoda en silencio, ocupando los espacios donde la ley dejó de estar. Los municipios se han convertido en fronteras invisibles, marcadas por la desconfianza y por la resignación. En algunos tramos de la sierra, la autoridad civil sólo existe en el nombre de los sellos y los oficios.
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El país se acostumbra a mirar los estallidos de violencia en Chihuahua como hechos normales, habituales, como si las masacres, los incendios y los hallazgos de cuerpos fueran capítulos independientes, historias inconexas; los "hechos aislados", el lugar común al que recurren las fiscalías para justificar su incompetencia.
Pero cada semana, en la sierra y el sur del estado, principalmente, se acumulan señales de una sola realidad: la desaparición del Estado mexicano en amplias zonas del territorio de la entidad, que si bien no tienen la relevancia poblacional de Juárez y Chihuahua, sí son enclaves estratégicos para el desarrollo y centros demográficos en crecimiento, no sólo plazas del crimen.
En Gran Morelos, una riña de borrachos entre presuntos integrantes de una misma organización criminal, afín al Cártel de Sinaloa, terminó en esa matanza de seis, varios inocentes, que dio origen al episodio de violencia por esa región. La disputa fue algo más que una pelea familiar, reveló la fractura interna de un grupo que durante años operó con impunidad y protección, que pretende mantener a pesar de las sacudidas violentas.
Desde entonces, los ataques se han multiplicado. Incendios de viviendas, ejecuciones, cuerpos mutilados y la decapitación pública como mensaje. Todo ocurre a la vista de autoridades estatales que reconocen la violencia y hacen intentos por combatirla, pero sin que aparezca una sola intervención federal con resultados concretos.
Cuatro semanas después fue lo de Guachochi, hombres armados abrieron fuego contra civiles en dos barrios de la cabecera municipal. Hace una semana, pero nadie ha sido detenido.
Las versiones oficiales apuntan a una disputa interna entre células del mismo Cártel de Sinaloa, mientras el Ejército y la Guardia Nacional -teóricamente responsables de la seguridad del país- mantienen su presencia testimonial, administrando el desastre, nunca corrigiéndolo.
La semana cerró con el hallazgo de los últimos cuatro hombres asesinados en otra narcoguerra hacia el sur de la entidad. Un punto más en el mapa del vacío. Es un pleito de grupos criminales distintos, en apariencia, pero los reportes son idénticos: cuerpos con signos de tortura, peritajes lentos, investigaciones sin avance y un operativo de vigilancia que se repite como fórmula burocrática.
Chihuahua vive hoy una violencia de baja intensidad -por calificar de alguna manera lo que parece no alterar la dinámica social de sus principales ciudades, la capital y la frontera-, pero de alta permanencia.
El crimen no enfrenta ya al Estado, sino que se adapta a su ausencia, ocupando espacios, reclutando en los márgenes, dictando la convivencia. En regiones donde el Ejército debería ser autoridad, las comunidades se rigen por la ley de quien tiene más armas o más miedo que perder.
Mientras tanto, el discurso federal insiste en la pacificación por inercia, en el “abrazos, no balazos” ya no repetido por Palacio Nacional, ni por el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, ni por la presidenta Claudia Sheinbaum, pero sí aplicado, a manera de resignación institucional.
La realidad es que el Gobierno de la República abandonó el territorio. No combate, no contiene, no gobierna. Chihuahua, con sus pueblos incendiados y sus caminos minados por el crimen, es hoy una evidencia dolorosa de ese repliegue. En el país hay regiones donde el Estado se ausenta; aquí, el Estado siquiera llega.
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La reseña de las masacres de la semana y algunos episodios previos viene a cuento en el marco de una fractura del Cártel de Sinaloa que tiene tras de sí, además, la irrupción de una poderosa facción del mismo desde el vecino estado de Durango.
Ello, más la influencia de otros grupos de Sinaloa y Sonora, vuelve al problema en un tema interestatal, para el que los municipios de Guachochi y Guadalupe y Calvo -por citar a los que son séptimo y octavo lugar en población de Chihuahua- y las entidades federativas involucradas, no tienen capacidad jurídica ni operativa para contenerlo.
No es un asunto menor el que la Gente Nueva del Tigre esté fragmentándose, ni que los “Los Cheyenes”, “Los Palapas”, “Los Reyes” incendien Guachochi; no es menor tampoco que “La Línea” de “Los H´s” se abalance en Guadalupe y Calvo ante otra fractura de los grupos nacidos en la mera mata del narco en México, Badiraguato.
Tampoco es algo limitado a lo local la influencia de “Los Salazar” -grupo del que acaban de ser sentenciados en El Paso, Adán Salazar Zamorano, “Don Adán”, de 81 años y su hijo Jesús Alfredo “El Muñeco”- en Chínipas, Moris y parte de la sierra de Sonora.
En general, la horizontalidad de los cárteles es tal que les permite una movilización impune entre vastas regiones y estados del país, de forma tal que los gobiernos estatales pierden jurisdicción y se ven rebasados en sus capacidades policiales y jurídicas para perseguirlos.
La respuesta federal es la ausencia total, así que la violencia en Chihuahua no responde ya a una guerra abierta, sino a la lenta desaparición de la autoridad. Las instituciones locales se sostienen con lo que pueden; las federales miran hacia otras prioridades. Entre ambos niveles, quedan los pueblos que aprenden a sobrevivir sin esperar justicia.
Cada semana aparecen nuevos cuerpos, nuevos incendios, nuevas familias desplazadas. Cada semana, los comunicados oficiales prometen coordinación. En el terreno, sin embargo, la gente sigue preguntándose quién gobierna realmente estos territorios.
Mientras el país mira hacia otros focos de atención, la sierra y el sur de Chihuahua viven una guerra de desgaste, una que no estalla en titulares nacionales, pero se cobra vidas todos los días. En los márgenes de México, como lo es el estado, la violencia está lejos de desaparecer y de ser contenida, pero eso pareciera que es irrelevante para la única autoridad facultada a combatir la delincuencia organizada.