La principal estrategia del mal

es hacer pensar que el mal no existe…

México es un país mágico que se divierte con la muerte: la festina, la baila, se disfraza, se burla y se la come en calaveritas de dulce. Pero también la confunde y la implora como si fuera un ser poseedor de poderes sobrenaturales capaz de influir en el destino de las personas y ser una capa protectora de males. La idiosincrasia del mexicano ha sido así de incongruente y contradictoria

Tal vez, pocas culturas han desarrollado a lo largo de siglos ese trato de fiesta con el más allá. Sin embargo, lo absurdo es que por un lado el mexicano es irreverente y retador con la muerte, pero por otro lado, el miedo y la devoción lo está envolviendo en un rito ilógico y anticatólico, a pesar de ser considerado uno de los países con el mayor número de católicos.

Eso revela la incongruencia, que por un lado sigue creciendo el culto a la llamada “Santa Muerte” mientras la Iglesia Católica lo tiene totalmente desautorizado e inclusive identificado con ritos demoniacos, practicados por algunos delincuentes. O también la contradicción de un pueblo supuestamente “guadalupano” pero elector de un partido político de izquierda que no tiene identificación con la religión que dice profesar el pueblo mexicano.

Así es el mexicano en su condición de sincretismo, que es la fusión de dos o más teorías, opiniones, creencias o elementos culturales para formar uno nuevo. Esto se observa comúnmente en varias religiones o seudoreligiones, como fusión o mezcolanza de creencias como en el arte, con revoltura de estilos, lo que también suele ocurrir en la filosofía llamado eclecticismo donde se reúnen diferentes enfoques en un solo vaso.

Contradictorio pero real: encienden una vela a la Virgen de Guadalupe y otra a la “Santa Muerte” que son diametralmente opuestas en fe y significado; le rinden culto y devoción a San Judas Tadeo y también acuden a una “capillita” del santo de los delincuentes Jesús Malverde con una piedra en la mano solicitando que los proteja de la policía y de sus rivales o el desvarío de algunos sicarios, que con un rosario colgado al cuello, rezan por tener “éxito” en su “jale” de asesinar a alguien.

¿Conflicto de intereses, confusión de valores, conveniencia pragmática o conchudez para tranquilizar la conciencia, relativismo o ignorancia? El dilema de ser o no ser, sigue cabalgando. Vivir para morir o morir para vivir.

La religión, filosofía, biología y ciencia confluyen en el proceso de la vida y de la muerte. Y la muerte es un acontecimiento, no es un ser para adorarla, de ahí la aberración de declarar como “santa” a la muerte, porque no tiene nada de santa. Es un hecho invariable e inevitable y en la filosofía cristiana, la esencia es el triunfo sobre la muerte para una vida eterna. Pero adorar a una figura que representa la muerte dista muchísimo al sentido real de la muerte del paso de un una dimensión a otra. O ¿acaso en esa figura de la “santa” muerte están representados nuestros familiares y seres queridos que se nos adelantaron?

Si lo vemos desde la confusión de valores, esa “adoración” coincide con acciones de enaltecer a criminales, heroizar a capos, al atribuir o dar un carácter heroico a alguien o algo, considerándolo o tratándolo como un héroe. Esto implica otorgarle cualidades como fama, valentía, abnegación o admiración.

A las actuales generaciones de adolescentes y jóvenes, a través de las redes sociales, les llegan “hazañas” de criminales con apodos de números, que se van renovando o ascendiendo conforme los van matando en sus andanzas delincuenciales. Y esos sobrenombres corren por comunidades envueltos en fama de valientes, como la leyenda de “Robin Hood” o “Chucho el roto”, según lo describen en los corridos que contratan y pagan para grabar y subir a las redes sociales. Y los héroes, se suponen que son modelos o ejemplos a seguir. Pero estos novedosos “héroes” ni aportan valores, cultura, conocimientos o enseñanzas, solo violencia, prepotencia y miedo.

Se hace culto a lo inculto, se adora lo despreciable.

En un país como México en donde se celebra a la muerte, por lo general no tenemos formas adecuadas de comunicarla y entenderla. De nuestros antepasados indígenas heredamos una cosmovisión que veía el proceso de la muerte como un ciclo y tenían un respeto por sus muertos, pero nunca de adoración ni mucho menos para envolverse en figuras que avalen el mal actuar.

Fuera del folclor, temor y algarabía, asi como la adoración malsana a la muerte, pareciera que estamos empeñados en tener distractores que nos hagan olvidar esa hora suprema del paso a lo que desconocemos.

La figura de San Francisco de Asís representa al hombre que se despojó de las riquezas materiales, renegó de su cuna de seda y adoptó la humildad como modelo y mortificación de placeres.

San Francisco de Asís sufrió en vida muchísimas dolencias, la mayoría relacionados a su vida activa y penitente. Las crónicas nos hablan de que se le asignó un médico para que le diera un pronóstico de vida ante su enfermedad de hidropesía. El médico le respondió «Hermano, con la gracia de Dios te irá bien». Pero el santo advirtió cierta condescendencia y le insistió en que fuera directo: «Hermano, dime la verdad; yo no soy un cobarde que teme a la muerte. El Señor, por su gracia y misericordia, me ha unido tan estrechamente a Él, que me siento tan feliz para vivir como para morir».

Es aquí donde el médico le dijo que sus días de vida no pasarían más de un mes, por lo que exclamó «Bienvenida sea mi hermana la muerte».

San Francisco no llamó “hermana”, según la orden de los franciscanos, a la muerte porque la personificara, ni ignoró su carácter inexorable idealizándola falsamente, sino porque lo une a la muerte con fe cristiana y por eso la aceptó, la acogió y se hermanó con ella. En el Cántico de las Criaturas, compuesto en su lecho de muerte, afirmó que a la única muerte a la que hay que temer es a la “segunda muerte”, que es la que nos aleja eternamente de Dios.

Contemplar a la muerte, nuestra muerte futura, es espiritualmente sano porque nos pone en perspectiva de que la vida es solo un instante, pero el único que nos avala, por la fe expresada en obras, para que la muerte no sea un sinsentido, que es algo muy diferente de lo que estamos siendo testigos de supuestos altares y capillas con figuras que nada tienen de cristianos y sí mucho de incultura.

Un grano de trigo, si no muere, no da fruto. Entonces debe morir y así dar vida. Las semillas brotan a la luz y superficie cuando desparecen como tales: se desintegran para dar vida. Entre parábola y dialéctica se descifra la muerte y la vida. Para el cristianismo, se vive para morir y al morir se empieza a vivir en otra dimensión. Y la muerte será después resurrección. Así hasta la eternidad.

Para la dialéctica, ese proceso de transformación de la naturaleza, la semilla es la tesis, y muere para dar lugar al árbol, que se constituye en antítesis y de ahí brota el fruto como síntesis de los dos procesos de confrontación de la tesis y antítesis. La síntesis toma de nuevo la forma de tesis porque en el interior de la fruta viene el hueso o semilla y es una nueva tesis para un nuevo proceso dialéctico. Así hasta la eternidad.