Después de cenar en el Bull Bar and Grill de la pequeña ciudad finlandesa de Rovaniemi, Mariel Tähtivaara, estudiante de Derecho, entró en un supermercado para comer un postre.

Mientras miraba los mousses de chocolate, se le acercó una mujer bajita de pelo oscuro que movía un cartón de leche.

“Perdone”, dijo en inglés con acento español o quizá italiano. “¿Puede decirme si esto tiene lactosa?”.

Tähtivaara revisó la etiqueta —en finés— y le dijo que no.

Luego, mientras Tähtivaara avanzaba por el pasillo de las galletas, un hombre con su mujer y su hijo pequeño, inflados con pesadas chaquetas de vacaciones de invierno, levantó un paquete de galletas.

“¿Estas tienen queso?”, preguntó el hombre.

Tähtivaara vio a más turistas con trajes de moto de nieve merodeando junto al cajero. Antes de que pudieran establecer contacto visual, salió de allí.

“Estaba pensando: aquí vamos otra vez”, dijo.

Eran pequeñas imposiciones, pero ya era suficiente. Si eres rubio y, por tanto, identificable como probable nativo de Rovaniemi, apenas puedes caminar por un supermercado durante la temporada turística. Y todo es culpa de Papá Noel.

La ciudad natal de Papá Noel

Una simple idea de mercadotecnia, inspirada en una entrañable fantasía infantil, ha convertido una pequeña ciudad situada al borde del Círculo Polar Ártico en un lugar casi inhabitable para muchas de las personas que viven allí. Y no se trata solo de los turistas con preguntas en el pasillo de los lácteos o las galletas. También son los ruidosos Airbnb, la creciente escasez de viviendas, las aceras tan abarrotadas que no dejan caminar por ellas sin chocar con la gente, y los portazos de los coches en mitad de la noche.

Y todo empezó cuando los nazis llegaron a la ciudad.

A principios de la Segunda Guerra Mundial, Finlandia se alió con los nazis, quienes construyeron una gran base en Rovaniemi, un nudo ferroviario de Laponia. Pero en octubre de 1944, los nazis estaban perdiendo y el Ejército Rojo soviético marchaba hacia Europa Oriental. Como una suerte de recuerdo para los finlandeses y los rusos, los soldados alemanes quemaron Rovaniemi hasta los cimientos durante su retirada.

Eso dejó un lienzo en blanco. Así que, tras la guerra, Finlandia pidió a Alvar Aalto, el célebre arquitecto finlandés, que rediseñara la ciudad. Aalto, conocido por sus audaces iglesias, salas de conciertos y taburetes de cocina, tuvo una idea: ¿por qué no rehacer la ciudad en ruinas en forma de cabeza de reno, con las carreteras periféricas sobresaliendo como cuernos, para honrar la conexión de la zona con la cría de renos?

Aalto llegó en el momento oportuno. En ese momento, el gobierno estaba promocionando Finlandia, por encima de los reclamos rivales de Dinamarca, Noruega, Estados Unidos y Groenlandia, como el verdadero hogar de Papá Noel. Pero Papá Noel tardó algún tiempo en hacer su entrada.

En 1984, justo después de Navidad, un misil soviético, lanzado desde la fronteriza Rusia, falló. Se clavó en un lago finlandés helado, a pocas horas en coche de Rovaniemi. Periodistas y funcionarios internacionales acudieron en masa a buscar trozos del misil. El director de la oficina de turismo de Rovaniemi ideó un astuto plan: enviemos a Papá Noel al lugar del accidente.

Las fotos de los archivos finlandeses muestran a un hombre con un traje rojo y un sombrero de pie en el lecho de un lago helado, junto a restos destrozados de un misil, y hombres con gorros de piel sonriendo con satisfacción detrás de él.

Unos meses más tarde, en junio de 1985, se inauguró la Aldea de Papá Noel a unos ocho kilómetros al norte del centro de Rovaniemi. Empezó modestamente: solo había una vieja cabaña de madera y algunas tiendas de recuerdos.

El negocio empezó a crecer lentamente. Al principio, la mayoría eran finlandeses.

“Era muy tranquilo”, dijo Tähtivaara, quien lo visitó de niña. Recordó cuando iba en moto de nieve, deslizándose por una interminable llanura blanca.

“Y no había otras personas”, dijo.

Pero Rovaniemi sabía que tenía algo entre manos. En 2009, la ciudad se registró como “Ciudad Natal Oficial de Papá Noel”. Y la zona tenía otro gran atractivo: las auroras boreales. La Alta Finlandia es un lugar excelente para divisar el raro verde, a veces incluso morado, de la aurora boreal que se extiende por el oscuro cielo invernal. El complejo industrial de Papá Noel se puso en marcha.

Los operadores turísticos importaron todo tipo de cosas que no eran autóctonas de Laponia, pero divertidas de todos modos: trineos tirados por perros, iglús, un bar de hotel hecho de hielo. La temporada navideña también creció. Ahora se extiende de octubre a finales de marzo. Y la ciudad empezó a cambiar, muy deprisa.

Conociendo al protagonista

Cuando volé al aeropuerto de Rovaniemi a finales de febrero, lo primero que vi fue un cartel que decía: “Bienvenido a Laponia. Tu búsqueda de Papá Noel empieza aquí”.

La terminal estaba abarrotada de gente con chaquetas esponjosas y botas de nieve. El aeropuerto tuvo una gran ampliación hace unos años y ahora recibe vuelos directos de Madrid, Düsseldorf y otras decenas de ciudades, e incluso vuelos chárter de Medio Oriente. Podía oír hebreo, hindi, turco, español, un montón de lenguas del mundo.

Al salir, agarrando la gran llave de plástico de un coche con clavos de hielo en los neumáticos, me sorprendió el poco frío que hacía. Estaba en el borde del Círculo Polar Ártico en invierno, y ni siquiera hacía frío. El cambio climático se está produciendo aquí cuatro veces más rápido que en el resto del planeta, haciendo que todas las estaciones se vuelvan locas.

En el pueblo, vi una pequeña cabaña roja con un cartel de Papá Noel, lo cual me confundió porque sabía que su aldea estaba un poco más al norte. Entonces me di cuenta, en letras mucho más pequeñas, de que se trataba de la “oficina municipal” de Papá Noel. Una cálida luz amarilla seguía encendida. Abrí la puerta y lo encontré esperando.

Los responsables de turismo de Rovaniemi están asombrados por la cantidad de gente que viene a verlo. Sanna Kärkkäinen, directora gerente de Visit Rovaniemi, la oficina de turismo local, dijo que cada año desde la pandemia, el número de visitantes había alcanzado un nuevo pico. En 2024, la ciudad tuvo 1,5 millones de estancias, más del doble que hace 10 años. Esto en una ciudad con 60.000 residentes permanentes.

“Es una especie de crecimiento sobre crecimiento”, dijo.

El turismo genera más de 400 millones de euros (más de 430 millones de dólares) al año, añadió Kärkkäinen, y da trabajo a casi 2000 personas.

Me identifiqué ante Papá Noel como periodista visitante, pero no le pregunté su nombre real porque no me parecía correcto. Papá Noel, deseoso de charlar, compartió algunas de las cosas que habían ocurrido en su pequeña cabaña roja.

“Una vez”, me dijo, “había unas jóvenes que querían hacer una película para adultos. Pero, ¿cómo iba a hacerlo?”. Miró hacia una ventana con vistas a la calle. “Quiero decir, vamos. La gente puede ver aquí adentro”.

“En otra ocasión”, dijo, “una organización trajo a unos niños a quienes les quedaban dos semanas de vida. Ver a Papá Noel era su último deseo”. La alegría desapareció de sus ojos. Miró hacia abajo, hacia su barba de casi un metro.

Antes de despedirme de Papá Noel, le pregunté por las quejas, como las que había oído a Tähtivaara, la estudiante de Derecho, de que la ciudad estaba invadida por los turistas.

“La gente que se beneficia está contenta”, dijo Santa. “Los que no, están celosos”.

‘Fuera de control’

El pueblo de Papá Noel se ha convertido en una operación en expansión, que abarca siete hoteles, más de 20 restaurantes y un sinfín de tiendas de recuerdos, cuyas ventanas gotean condensación por la multitud que se agolpa en su interior. Algunas tiendas están regentadas por “duendes” con gorros rojos puntiagudos que venden calcetines de Papá Noel, carne de reno enlatada, pieles de reno, llamativas chaquetas de aurora boreal y cortadores de queso hechos con cuernos.

Vi algunos Papa Noel que trabajaban en al menos dos lugares distintos. Según el jefe de operaciones del pueblo, están entrenados para tener conversaciones triviales en 20 idiomas. Conocerlos era gratis, pero una foto costaba 40 euros. Los certificados por cruzar el Círculo Polar Ártico costaban 5 euros (plastificados y con ribetes dorados extra).

Era un domingo lluvioso. Los autobuses estaban parados a la entrada del pueblo, descargando humo de diésel y torrentes de turistas con trajes combinados de motos de nieve. Vi más adultos que niños. El lugar estaba abarrotado.

Alojar a toda esta gente se está convirtiendo en un problema. Taina Torvela, ejecutiva de publicidad jubilada, ha liderado la lucha contra lo que considera abusos de Airbnb en la ciudad. Hace años, hizo mercadeo para el proyecto Christmas Land, que promovía las raíces de Papá Noel en Laponia, pero ahora dice que se ha vuelto “demasiado comercial”. Nos sentamos en el sótano de su edificio de apartamentos de cuatro plantas, en una mesa que había puesto con galletas y zumo de arándanos.

Torvela dijo que los turistas que alquilaban apartamentos habían echado a perder el sentimiento de comunidad y afectaron la sensación de seguridad en su edificio, que alberga a muchas familias y jubilados. Los desconocidos se paseaban a todas horas, a veces tocando timbres equivocados. Acorralaban a la gente en los pasillos para preguntar por tiendas de comestibles y visitas turísticas. En una unidad hubo un grave incendio en la cocina, y en otra, llevaron prostitutas.

“Está fuera de control”, dijo.

Torvela y otras personas abogan por una regulación más estricta que reduzca el uso comercial de Airbnb en edificios residenciales como el suyo. El gobierno finlandés y municipios como Rovaniemi están estudiando varias propuestas.

“A mí también me encanta Papá Noel”, me dijo. “¿Pero sabes cuál es la verdadera historia? En realidad vive en un lugar muy secreto, al que la gente no puede llegar”.

Luego echó su cabeza hacia atrás mientras se reía.

Mientras hablábamos, entró un joven fornido y me hizo un gesto. Empezó a decirme que había otra versión de la situación. Torvela se levantó, furiosa, y se acercó al tipo.

“Fuera”, dijo.

El tipo se echó atrás, pero más tarde me ayudó a ponerme en contacto con Tuomas Alaoja, que se crió en Rovaniemi y ahora gestiona varios Airbnb. También alquila su propio apartamento, y cuando lo hace se queda a dormir con sus padres. Durante la temporada turística, puede conseguir 500 euros por noche por su unidad de un dormitorio. Tres noches a ese precio cubren su hipoteca y otros gastos del mes.

“Ya tengo reservas para el año que viene”, me dijo.

Las cifras son tan buenas que los inversores están tomando el limitado parque de viviendas de Rovaniemi para convertirlo en Airbnb. La ciudad tiene ahora tantas camas a través de Airbnb y otros sitios de alquiler como su grupo de grandes hoteles. Eso significa que Airbnb mantiene en marcha la máquina del turismo local, les guste o no a los lugareños.

Esta tensión entre los arrendatarios a corto plazo y los residentes permanentes está surgiendo en todo el mundo, en destinos importantes como Venecia, Bali y Machu Picchu. El auge del turismo pospandémico está cambiando el carácter de estos lugares, haciéndolos menos agradables y más caros para los lugareños. En Barcelona, los vecinos atacan a los turistas con pistolas de agua.

Eso es lo que oí en Rovaniemi, de Torvela y de muchos otros: no queremos ser Barcelona.

A mediados de marzo, Torvela, vestido con un abrigo rojo y botas peludas, lideró a unos 70 manifestantes que hacían crujir las calles nevadas de Rovaniemi y llevaban carteles en los que se leía “Querido Papá Noel, quiero un hogar”. La manifestación terminó en el Hotel Santa Claus, uno de los establecimientos más respetados de la ciudad.

Tähtivaara, la estudiante, habló en una reunión posterior. Se mostró equilibrada. Dijo que el turismo era importante para Rovaniemi y generaba puestos de trabajo.

Pero le preocupaba la escasez de viviendas para los estudiantes. Rovaniemi es una ciudad estudiantil, con dos universidades y más de 10.000 estudiantes. Los alquileres se habían duplicado en los últimos años, e incluso los estudiantes que tenían la suerte de encontrar una vivienda cerca del campus a veces eran expulsados durante la temporada turística. Tähtivaara había sido elegida recientemente como presidenta del sindicato de estudiantes de la Universidad de Laponia, por lo que había recibido muchas quejas.

“El turismo no es malo y el alquiler a corto plazo tampoco”, dijo. “Solo hay que controlar el crecimiento”.

Expansión turística

La invasión turística tiene tentáculos. Manejé durante 30 minutos hacia el norte por una carretera de dos carriles bordeada de altos y delgados pinos hasta donde Anita Lallo, profesora de arte jubilada, vive en un remoto lago.

Hace unos seis años, las empresas de “safaris” de auroras boreales descubrieron este lugar. Los convoyes de minibuses y coches llegaban a altas horas de la noche, arrancando la hierba, y los turistas encendían hogueras en el lago helado y azotaban las puertas de los coches a las 3:00 o 4:00 a. m. El ayuntamiento instaló una señal que prohibía la entrada a los grupos de turistas, pero era de madera y alguien la quemó. La nueva es de metal.

No es un lugar fácil de encontrar. En su carretera solo hay dos casas y, por tanto, no hay contaminación lumínica. Lallo dijo que una noche, cuando unos turistas acampaban en el lago helado, salió sigilosamente de su casa y les preguntó quién les había avisado de la zona.

“Alguien de la aldea de Papá Noel”, dijo el turista. Lallo comentó que no se molestó en ir a quejarse, porque no sabía cuál duende había proporcionado la información.

Mi última parada fue una granja familiar de renos, no lejos de la ciudad.

Los renos, como atestigua el trazado de Rovaniemi, son una pieza importante de la cultura local. Todos los años, en Laponia se celebran carreras de renos. Asimismo, su carne es un manjar, y los pastores de Laponia marcan a sus rebaños con muescas especiales en las orejas y luego los dejan vagar libremente por los bosques y colinas.

Cuando llegué, podía oler algo fresco y sabroso cocinándose en la cocina de Ari Maununiemi. Maununiemi estaba encorvado sobre un plato, atacando unos alimentos oscuros con forma de disco.

Me presenté y le pregunté: “¿Qué estás comiendo?”.

“Panqueques de sangre de reno”, me respondió resoplando. “¿Quieres?”.

Estaban húmedos, densos y buenos. Podía saborear el hierro de la sangre de reno que les daba su intenso color granate. Pedí más, con más mantequilla.

La familia de Maununiemi cría renos desde hace más de 200 años, y él todavía los sacrifica por su carne. También atrapa zorros, que su mujer convierte en sombreros. Pero no ha dejado de ampliar su rancho de renos para convertirlo en una actividad turística de gran éxito, con paseos en trineo, pesca en el hielo, un bonito y acogedor restaurante con cabañas de madera y la expedición de permisos para conducir renos.

Mientras me enseñaba los alrededores, deteniéndose para darles matas de líquenes a sus renos, me explicó su filosofía.

“Vivo del turismo, pero hay un límite”, dijo. Un vecino quiere construir decenas de cabañas turísticas en el bosque, y él está en contra.

Habló de los pinos, el aire puro, la carne fresca y el lago cercano, hermoso en pleno invierno y en los veranos sin noche.

Maununiemi dijo que nunca había estado en un avión.

“¿Por qué tendría que ir a ninguna parte?”, preguntó. “Ya estoy aquí”.