Seguramente no han sido pocas las ocasiones en las que hemos visto o interactuado —de alguna manera— con una persona con autismo y con su familia, y posiblemente habrá quienes hayan pensado y sentido que están viviendo una desgracia. Probablemente habremos sentido enojo cuando alguno de sus padres o personas que les cuida muestran desesperación. Juzgamos, pero no empatizamos.
Se han polemizado y defendido hasta el cansancio determinadas exclusiones que han originado modificaciones normativas para imponerlas a toda la sociedad, como si fueran las únicas situaciones de discriminación. Si bien han sido importantes y necesarios dichos cambios, hay algunas o muchas otras circunstancias que ameritan pronta y primordial atención, de una urgente observancia sustantiva y no sólo legislativa, ya que quienes padecen estas marginaciones son seres humanos de distintas edades que cuentan con capacidades extraordinarias, pero distintas al común de las personas, lo que no les permiten hacerse escuchar y defender por sí mismos. De serles posible, indudablemente ya habrían inundado con manifestaciones las calles de nuestro país y del mundo entero, ante tanta insensibilidad hacia ellos.
Es precisamente el autismo, una de esas múltiples condiciones (trastornos) con las que la sociedad y los gobiernos hemos fallado sobremanera, ya que en el día a día no se les ha ofrecido lo que requieren para su adecuado tratamiento y/o desarrollo. “La atención a las personas con autismo debe ir acompañada de medidas en el ámbito comunitario y social para lograr mayor accesibilidad, inclusividad y apoyo”, refiere la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Pues bien, el tema que nos ocupa viene a colación, en virtud de la publicación que realizó hace unos días en una red social, una persona a la que quiero y respeto mucho, lo que me conmovió y me invitó ineludiblemente a la reflexión y que, con el permiso de ella, me permitiré compartir a continuación:

“Después de un largo proceso de reflexión sobre cuál sería la mejor opción educativa para mi hijo con autismo, nivel de apoyo 1, me encuentro profundamente impactada por lo complejo que es este camino.
“Más allá de la búsqueda de una educación adecuada, he descubierto lo difícil que resulta enfrentar la falta de empatía hacia las familias que caminamos este recorrido con el duelo de un diagnóstico. Este camino es aún más pesado cuando se suma la responsabilidad de criar a mi hijo sola y la carga que llevan los abuelos, quienes, además de su rol, brindan apoyo fundamental a mis proyectos profesionales.
“Recientemente, tras el segundo ciclo escolar de mi hijo en preescolar, viví una experiencia que me llevó a reflexionar sobre el verdadero significado de la inclusión.
“Leo tiene una sensibilidad particular hacia las celebraciones de cumpleaños, especialmente cuando se trata de las tradicionales “mañanitas” y las velas encendidas. Este año, decidí no enviar pastel ni velas para su cumpleaños, con la esperanza de evitarle frustraciones. Mi pensamiento fue simple: ´Es su día, lo importante es que se sienta bien. Si no le gustan las mañanitas, no habrá mañanitas, y eso está bien´.
“Sin embargo, lo que ocurrió me dejó una profunda lección. La maestra de inglés, con gran sensibilidad, preparó unas mañanitas adaptadas especialmente para Leo. Todos los niños de su salón de clase practicaron, se aprendieron la nueva versión y cuando llegó el momento, Leo fue el niño más feliz del salón. Recibió abrazos de sus compañeros, sonrisas y un ambiente de celebración a su medida.
“Este gesto, aparentemente sencillo, fue mucho más que un cumpleaños feliz para un niño de cuatro años. Fue un acto de inclusión genuina. Fue una maestra que demostró que la empatía y la adaptación no son solo ideas abstractas, sino acciones concretas que cambian vidas. Este gesto no solo alegró a Leo, sino que tocó profundamente a una mamá que vive con la angustia, la ansiedad y la intranquilidad de que su hijo no sea aceptado ni comprendido. Tocó a unos abuelos que se desviven por su nieto y a un equipo de terapeutas que trabaja incansablemente para ayudar a Leo a adaptarse a un entorno que, muchas veces, él no puede entender. Porque aunque Leo no tiene problemas de aprendizaje, su mundo necesita que lo comprendan desde una perspectiva más profunda, que aprecie la forma en la que él se comunica y se adapta.
Hoy, quiero compartir esta experiencia no solo para agradecer a quienes, como la teacher de Leo, hacen posible que la inclusión sea una realidad, sino también para invitar a reflexionar sobre la importancia de la empatía. La inclusión no es solo un derecho, es una responsabilidad que todos compartimos como sociedad. Y cuando se lleva a cabo desde el corazón, no solo transforma la vida de un niño, sino también la de su familia y de quienes lo rodean”.
En las personas como el pequeño, querido y hermoso Leo, no está la voluntad de pretender complicar la vida de los demás. No es su deseo ser diferentes y provocar molestia en incompresibles extraños. No, son ángeles que llegan a las vidas de sus familias para sacar lo mejor de ellas ante retos para nada sencillos, pero de una gran satisfacción cuando se les puede servir desde el corazón.
Mi admiración, consideración, solidaridad y cariño sincero para Leo, para su mamá, para sus abuelos y para todas las familias que cuidan de un ángel como él.
Por último, dejo por aquí un pensamiento de la organización argentina Autismo San Luis, que nos pudiera dar una idea del enorme reto que representa el tema en cuestión: “Llegaste a nuestra vida al fin, y contigo venía el autismo…y nos ha enseñado a ser más fuertes, valientes, pacientes, nos trajiste capacidades que desconocíamos que teníamos”.