A Elvia de Hoyos Estrada, quien siente la música de Serrat como una de sus favoritas.
Corría el año de 1969 y la rebeldía de los jóvenes seguía vigente desde la revolución de mayo del 68, sintiéndose a flor de piel. Un poema titulado “Cantares”, de Miguel Hernández, había sido musicalizado por un joven rebelde catalán de nombre Joan Manuel Serrat, quien ese mismo año, acompañado de Augusto Algueró, compondría e interpretaría en el Festival de Río la bella “Penélope”. Recuerdo su música, que me ha acompañado ya 56 años de mi propia vida, lo mismo en el idealismo que en ese romanticismo que, como el suyo, parece que no alcanzamos a domar —para nuestra fortuna— desde entonces.
Más adelante recuerdo, ya en Chihuahua, el bienio 1979–1981, cuando trabajé en la Sierra Tarahumara, viajando lo mismo de Turuachi a Yepachi, que en Cerocahui o Tónachi. Y yo, escuchando “Pueblo Blanco”, “viendo el nacer o morir”, pero sin indiferencia. Serrat estaba ahí, como también estuvo conmigo en Estambul en el año 96, a la orilla del Bósforo, cuando su “Mediterráneo” me sobrecogía musicalmente, haciéndome volver a la realidad de un mundo que era de todos y no de unos cuantos, como ahora.
Serrat, el que me inspiró con su canción “El hombre y el agua” a escribir no uno ni dos, sino cuatro libros sobre el tema del agua y la cultura del agua, tan vital desde siempre.
Serrat, el que no pudiendo volver a casa en los años 70, se consiguió un camión para convertirlo en su vehículo de caravana musical, llamándolo “la gordita”—solo él sabe por qué—. Así lo hizo en México, donde las políticas de Franco y Echeverría lo dejaron varado y decidió, por esos cuatro meses, no solo recorrer sino conocer al México fiestero y también alburero que declara conocer. Y así se fue a correr la legua durante cuatro meses y ejercer ese vicio que, afortunadamente, no lo dejaría nunca: como todo buen oficio al que uno adopta y se adapta, para decir su verdad y expresar su voz en el mundo.
Ese mundo al que nos acompañó a todos los que esta semana, y más allá de la distancia, lo acompañamos a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en su edición número 39. Narrar todo lo acontecido en los eventos en que participó es difícil en un espacio tan breve como este; aquí solo daré pinceladas. Prometería un reportaje mayor.
Los momentos más significativos, a mi parecer, son dos. El primero se dio la tarde del 4 de diciembre, en la charla con mil jóvenes, junto a su genial compañero de tablado, Benito Taibo. La reacción del público —comprensible— por ver y escuchar al cantautor, y la disposición de Serrat para ser atendido, dieron como resultado un final genial: se cumplió el propósito y quienes estuvimos ahí disfrutamos de una tarde memorable.
El momento solemne llegó el día 5 de diciembre, al recibir el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Guadalajara. Fue más que solemne: humano y bello en el sentido de la fraternidad. Se habló de todo: del niño, del hombre, del cantante, del autor. Pero —en mi parecer— se dimensionó lo más valioso: el humanista que Serrat es, el Hombre que se preocupa por Todos. Esa es la faceta de mayor valor. Ese mediodía, bajo el amparo y cobijo del arte del jalisciense José Clemente Orozco en el Paraninfo de la UdeG, fuimos partícipes de un banquete de fraternidad del cual, en oportunidad y forma amplia, daremos cuenta.

Frases de Serrat
“En algunas de mis canciones hay cosas tan definitivas como el teorema de Pitágoras, quien recomendaba a sus pacientes cantar para olvidar el miedo, las preocupaciones y la ira. La música tiene efectos sanadores sobre las personas, y a mí siempre me gustó cantar; lo que nunca he dejado de hacer es cantar. Me recuerdo de niño cantando, con mi madre, mientras la acompañaba a realizar labores domésticas. Ella y yo cantábamos las canciones que nos daba la radio. Quizás sea por eso que a mí me entró el gusanillo de cantar; de ese pozo han venido mis canciones”, dijo.
Destacó que en su familia siempre ha habido obreros e hijos de obreros, campesinos e hijos de campesinos, pero todos amantes de la canción: “Aprendí el oficio de cantar de otros, de los que llegaron antes que yo. Y me gusta pensar que mi trabajo puede ayudar a encontrar un camino más agradable para seguir esta carrera; estimular en otros el aprendizaje, eso bastaría para hacerme feliz. Soy feliz con este oficio: es con el que más me aplauden y me dan mesas en restaurantes. Aprendí a tocar en guitarra prestada y a cantar canciones ajenas, y desde entonces versos propios y versos ajenos me han ayudado a expresarme y a comunicarme. Mis canciones son lo que yo siento, pero también lo que me cuentan los demás; son mi realidad, pero también mi fantasía. Escribo canciones tratando de entender las voces de la calle, sus ecos”, confesó Serrat.
Sobre su relación con México y con la Universidad de Guadalajara, el poeta dijo sentirse completamente recibido y amado, y que, más que el Honoris Causa, el cariño de la gente es lo que más lo ha motivado para cantar y seguir produciendo arte.
“Me alegra que este reconocimiento venga de las manos de una universidad mexicana. México es una tierra con la que siento un cariño correspondido, de ida y vuelta; un amor que empieza desde hace más de 50 años y que se ha ido renovando. Cuando el hambre y la persecución nos empujó al exilio, esta tierra me recibió con los brazos abiertos; me enamoré de su gente, de su comida, de sus paisajes y de su manera de entender la vida y de convivir con la muerte; este pueblo donde el surrealismo es algo tan natural como la lluvia. Espero que algún día el México de los libros pueda ganarle al México de las armas”, subrayó.
“Gracias, una vez más; esto es un eslabón más en la cadena de amor. Ningún reconocimiento es tan preciado como el cariño de los demás; eso es lo que mueve mis pasos”, concluyó.