Los restos de casi un centenar de personas han sido localizados en el último mes entre el desierto de Ascensión y la sierra de Casas Grandes, una región entregada al crimen organizado, lo que da más argumentos a la siempre vigente tesis del estado fallido en México.
Son cadáveres cercenados, cuerpos frescos en proceso de putrefacción, unos momificados, otros esqueletizados y montones de huesos dispersos, los que dan cuenta de una intensa actividad delincuencial reciente y de años; no sólo de ahora, sino de mucho tiempo atrás. Eso solo puede explicarse por la ausencia de autoridad en ese territorio.
Los restos humanos deben corresponder a esas más de 200 personas reportadas como desaparecidas desde hace poco menos de una década. Más que huesos son víctimas de secuestros, levantones e indecibles torturas, algunas tal vez pertenecientes a grupos delincuenciales y otras ni siquiera eso, pero ningún supuesto justifica los crímenes en ese narcoterritorio.
Puede explicarse el fenómeno de las narcofosas y comprenderse ante la falta de autoridad capaz de frenar la creciente anarquía que favorece a la delincuencia organizada.
Si los criminales tienen entregado el territorio en el que la vida vale nada, rendido de facto por los gobiernos federal, estatal y municipal, qué más da que hagan sus narcopanteones con los que, además, son escondidos por años la violencia y los índices delictivos, incluidas las ejecuciones.
Extrañamente, la región es la base del 35 Batallón de Infantería de la Secretaría de la Defensa Nacional; hay además una Fiscalía de Distrito Zona Noroeste, autoridades municipales y representaciones estatales que, al menos en materia de seguridad, están pintadas o sometidas al gobierno del crimen.
Resulta imposible arribar a otra conclusión si la región que abarca Casas Grandes, Nuevo Casas Grandes, Ascensión y Janos hasta las entradas a peligrosas poblaciones de Sonora, puede considerarse un estado de facto dentro del estado legítimo, que ha arrebatado el poder a la autoridad formal en todos sus niveles.
Todo, con la complacencia demostrada en la desatención, la apatía y las necesarias complicidades con las redes de la narcopolítica, tan reales y sólidas que permanecen gracias a los inexistentes o simulados esfuerzos para combatirla.
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Los restos humanos localizados entre el 18 de diciembre del año pasado y los últimos días de esta semana son, pese a todo el negativo contexto, un avance de la Fiscalía General del Estado y el Ejército, cuyos mandos determinaron entrarle a la búsqueda. Eso es plausible, sin lugar a dudas.
La información de inteligencia apunta a que el territorio está bajo control de La Línea, sin disputas fuertes más allá de ciertas fricciones internas entre sus propias células.
Por lo tanto, es inevitable achacar la autoría de las ejecuciones y las inhumaciones clandestinas al mismo grupo delincuencial, independientemente de los móviles o motivaciones de cada uno de los lamentables casos de homicidio, dejados hasta la fecha en la impunidad.
En el caso de Ascensión, fue un informante captado por las autoridades de Seguridad Nacional de Estados Unidos el que aportó los datos de localización de varios entierros; de ahí tomó la hebra la Fiscalía estatal y decidió meterse con las debidas precauciones a la caza de osamentas.
Debe reconocerse la determinación de la autoridad estatal y aplaudirse la coordinación, el entendimiento y el contacto directo con autoridades del poderoso país vecino. Pero eso echa luz, a la vez, a las carencias en todos los sentidos de los investigadores locales, a quienes se les acumulan por montones las pesquisas de los desaparecidos.
En Casas Grandes fue un operativo militar en un campamento lo que llevó a la detención de un líder del grupo delincuencial, quien después de algunos interrogatorios seguramente dio los datos de ubicación de otras tantas fosas, la mayor cantidad localizada en esa zona.
Fue Pablo M.R, alias “El Peluchín”, el que terminó por cantar algunos de los delitos a los que estaba vinculado, después de que le fue ejecutada una orden de aprehensión pendiente por homicidio. Resultó estar identificado como uno más de los participantes de la masacre de los LeBaron en Bavispe, Sonora. Qué casualidad, seguía vigente y al mando de 80 matones, más de cinco años después de ser supuestamente buscado.
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En noviembre de 2019, sacudió al mundo el asesinato de nueve integrantes, mujeres y menores de edad, de las familias Miller y Langford, asentadas en la región como parte de la creciente y productiva comunidad mormona que se ha extendido de Galeana a los municipios vecinos.
El caso es emblemático de la violencia y la actividad delincuencial en los intrincados caminos que unen el noroeste de Chihuahua con Sonora y su frontera norte. Es una violencia que ahora ha brotado de la tierra, donde estaba escondida, pero no acabada.
La masacre es también un reflejo del abandono regional y la entrega del territorio al crimen, por parte de autoridades a las que si bien hoy debe reconocérseles cierto avance en la investigación, no pueden dejar de considerarse ineptas para brindar seguridad en el territorio estatal.
No hay mayor muestra de una actitud displicente tras los asesinatos que la del entonces gobernador, Javier Corral, quien se negó a enviar apoyo aéreo cuando fue informado de lo ocurrido con los integrantes de la comunidad LeBaron.
Cómo iba a prestar el helicóptero oficial Bell para emergencias si él lo traía paseándose en la Sierra Tarahumara y además el crimen había ocurrido en Sonora; a nada de la línea divisoria con Chihuahua y contra chihuahuenses, pero fuera de la entidad, así fuera por metros. Así, consideró que no era su problema, sino de su colega priista también de triste memoria, Claudia Pavlovich.
Corral Jurado exhibió no nada más su conocida personalidad narcisista en ese lamentable episodio de la historia de la inseguridad, sino que dio muestra de la abulia oficial, estatal, federal y municipal, quizás salpicada de complicidades con el crimen.
Pese a la relevancia y la brutalidad del caso, de su impacto internacional y de la captura de más de 30 involucrados del grupo criminal, en la región no hubo una intervención de fondo de la autoridad para recuperar el territorio. Qué más evidencia es necesaria para demostrar que la plaza fue rendida y entregada por el gobierno al crimen.
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A esa masacre la sucedieron otros hechos lamentables en los años 2020, 2021, 2022 y 2023; policías municipales ejecutados, gobiernos locales impuestos y sometidos por el crimen y una tibia intervención de la Secretaría de Seguridad Pública Estatal que durante los últimos años “tomó el control” de la región, aunque en puros boletinazos, porque evidentemente el verdadero control lo tiene alguien más.
A las sacudidas regionales debe sumársele la contundente afirmación de un general de la V Zona Militar, en marzo de 2023, que consideró al gobierno de Cinthia Ceballos de Nuevo Casas Grandes -el polo de los demás- como involucrado con un grupo criminal.
La alcaldesa terminó presa por acusaciones de corrupción, no por delincuencia organizada jamás judicializada ni investigada a profundidad, pero el férreo control del crimen quedó de nuevo demostrado tiempo después.
La entonces presidenta municipal en funciones fue capturada por la Fiscalía Anticorrupción el 12 de noviembre de ese año; el 13 de diciembre siguiente fue ejecutado el que era nuevo oficial mayor de NCG, Pedro Pablo Lara, también exfuncionario del ramo de la seguridad municipal. Jamás hubo detenidos, para variar.
La narcopolítica dio muestras de su existencia y presencia en esa región conformada por municipios donde la violencia no existe y los índices delictivos tienden al cero, salvo por el montón de desapariciones de víctimas que ahora brotan del suelo.
A los periodos recurrentes de violencia, producto de las demostraciones de fuerza del crimen, siguen periodos de paz y calma aparente para NCG y los pueblos alrededor; una paz simulada y falsa, impuesta por el verdadero gobierno regional.
Los restos enterrados de más de 70 personas habrán de ser apenas un adelanto de lo que esconden las sierras y los desiertos, si la autoridad está decidida a recuperar el control territorial y a tomar acciones de fondo para lograrlo, no como lo que ha hecho hasta ahora.
Sin embargo, no vemos más que plausibles esfuerzos por recuperar e identificar víctimas, por parte de un profesionalizado equipo de la Comisión Estatal de Búsqueda y la Dirección de Servicios Periciales y Ciencias Forenses de la Fiscalía del Estado.
No vemos el necesario complemento de combatir la impunidad de esos homicidios y demás delitos relacionados; no vemos la mínima investigación de la delincuencia organizada que controla el territorio.