Hay apellidos que deberían venir con advertencia; no por su sonoridad, sino por la historia que arrastran como lastre. Hay estirpes que, a fuerza de escándalo, silencios culpables y servilismos oportunistas, ya no representan honor, sino simulación; no evocan justicia, sino acomodo; y hay figuras —inconfundibles, aunque aquí se las oculte por pudor literario— que hacen del poder una herencia y de la desvergüenza, un legado.
Hay derrotas que enseñan; otras, en cambio, sólo exhiben. No hay en ellas aprendizaje ni nobleza; sólo rabia contenida, pataleta política y un tufo rancio de linaje herido; porque hay quienes, capaces de negociar con la propia dignidad, no ven por qué no han de negociar con la de la propia progenie.
México —Chihuahua, sobre todo— ha conocido una genealogía singular: la de los que se sienten dueños de la toga, herederos naturales del estrado, señores feudales de la justicia. A esa casta no se le votaba: se le rendía pleitesía; no se le exigía cuentas, bastaba con pronunciar su apellido para que los expedientes se alinearan y las salas se callaran.
Hubo uno, en particular, que edificó su nombre sobre la infamia. Lo conocimos todos: cínico en lo público, juez y parte en los arreglos del poder, figura siniestra de un tiempo en que el Ejecutivo metía mano hasta en los párrafos de las sentencias; aquel hombre nunca fue un jurista, fue un negociante, un operador… y no de justicia.
Hoy, disfrazada de legalidad, reaparece su sombra. No con la fuerza de los argumentos, sino con el reflejo de la frustración y un ansia envilecida de poder, de continuar, de perpetuarse; porque donde alguna vez se creyó de cierta estatura moral, hoy sólo hay rencor mal digerido. Una nueva generación de aspirantes pretende llegar tras él —por supuesto, por voto, no por consigna— a ocupar los espacios que esa casta creía reservados por derecho de sangre. Eso duele pues, para ellos, la toga es patrimonio, la magistratura herencia, el Estado botín.
La narrativa ahora apela a la paridad. Pero no la paridad como conquista social, sino como bandera oportunista. No es sororidad lo que se pretende que prive, sino la conveniencia de quienes jamás alzaron la voz mientras se violaban derechos, se perpetuaba la impunidad y se usaba el Poder Judicial como escudo de privilegios familiares.
Traicionar a quien te dio su confianza es despreciable, pero traicionar a la historia, a las causas que nunca se defendieron, es vil. No hay otra palabra porque la traición, como la ignominia, se también se hereda; y en algunos casos, viene de un árbol torcido que nunca ha dado frutos, pero sí sombra para encubrir muchas miserias.
Los nuevos magistrados no son perfectos, pero son legítimos; llegaron por el voto de sus pares; no fueron impuestos, no se colaron por la puerta trasera; y eso los hace insoportables para quienes aún creen que el Estado les debe algo por llamarse como se llaman.
Cierro con aquello con lo que comencé: hay apellidos que, en lugar de honrar, manchan; trayectorias que en lugar de inspirar, avergüenzan; y familias que harían bien en guardar silencio antes que intentar contaminar —una vez más— un proceso que, con todo y sus imperfecciones, ha sido infinitamente más democrático que todo lo que ellos defendieron jamás.
Que no se nos olvide: hay quienes prefieren ver arder la casa que ya no habitan, antes que aceptar el cambio; porque no estamos hablando de buscar justicia, sino de buscar revancha. Chihuahua está harto de las dinastías judiciales, de los herederos del privilegio, de quienes creen que la justicia es un coto familiar; por eso, en buena hora, esta vez ganó la democracia.
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Luis Villegas Montes.
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