La justicia de México recurrió de nuevo al outsourcing de Estados Unidos para procesar a los capos más pesados del narcotráfico en las últimas décadas, lo que mandó un mensaje político fuerte dentro y fuera del país, pero, sobre todo, dejó una gran duda: ¿y qué va a pasar aquí?
En algunos círculos de la seguridad ven con preocupación cierto paralelismo de este regalazo a Donald Trump, con la entrega-captura el año pasado de Ismael Zambada, quien ha corrido con mayor suerte que sus colegas. A él le atienden su diabetes mientras México pide su regreso; a ellos los acercaron a la pena de muerte.
El caso de El Mayo trajo consecuencias sangrientas, a partir de la fractura de su cártel. Ahora, la entrega en paquete de la narquiza nacional podría provocar reacciones violentas regionales, pues al menos una decena de los trasladados mantenían ciertos controles al exterior de los penales federales, no por nada contaban con abogados caros que los amparaban cada mes y los acercaban poco a poco a la libertad.
Que todo México termine “sinaloizándose” no es un escenario imposible, si siempre están al borde de eso al menos 10 estados del país. Ojalá que la efectividad mostrada en la operación “sacar la basura” -como le dijeron algunos agentes federales- también sea notable en la contención de las consecuencias.
Además, más allá de las reacciones criminales que pueda generar, queda pendiente la administración de Claudia Sheinbaum en demostrar que ha llegado a su fin la era de los abrazos, ante la verdadera emergencia que padecen los ciudadanos comunes y corrientes.
Más allá de la cesión al país vecino, en aras de evitar los aranceles y apaciguar a Trump en sus reclamos, falta poner en orden en casa y recuperar los territorios donde el gobierno no existe, pues el poder público se ha coludido o rendido ante organizaciones delincuenciales que controlan tanto los negocios ilícitos como los lícitos.
Tenemos en Chihuahua uno de los mejores malos ejemplos. Las humildes zonas de cultivo de drogas de antaño se han convertido en sedes de grupos criminales desde donde planean y controlan el tráfico de enervantes; las ciudades medias y grandes han dejado de ser regiones de paso, para convertirse en jugosos mercados de consumo y, en general, representan enormes territorios perdidos.
La corrupción de los cárteles rebasa los ámbitos policial y judicial. Ha llegado a todas las estructuras del poder municipal, estatal y federal, así como a partidos políticos y cámaras legislativas, donde no se mueve un dedo si no es con aval o, por lo menos, con el cuidado de no afectar intereses criminales.
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Así es como hemos llegado a tener focos rojos en las dos principales ciudades del estado, Chihuahua y Juárez, donde cientos de colonias son controladas por células de sicarios y narcomenudistas, que llenan de muertos y todo tipo de drogas las calles, antros y bares, ante una demanda creciente de los consumidores.
No es de ahora, por supuesto. Hemos padecido sexenios completos federales y estatales con autoridades plegadas a la delincuencia, no sólo permisivas y tolerantes, sino abiertamente cómplices u omisas, patrocinadoras del narco y de otros delitos, con estrategias más espectaculares -como eso de dar golpes publicitarios con extradiciones- que efectivas.
Además de las grandes ciudades, tenemos extensiones importantes del estado con presencia y dominio criminal. Los grupos organizados mantienen su gobierno hasta los más alejados territorios del estado.
De ejemplos someros están Guadalupe y Calvo, Guachochi, Bocoyna, Urique, Madera y otros peleados por los cárteles como bases de producción y tráfico; la frontera de Ojinaga desde el vecino municipio de Aldama con el tráfico de migrantes y drogas; la región de Casas Grandes convertida en enorme narcopanteón con cientos cuyos esqueletos, muchos descuartizados, apenas están siendo encontrados; y hay que sumarle un largo etcétera.
Poner orden en casa contra generadores de violencia, asesinos, extorsionadores, secuestradores, traficantes de personas, de drogas y armas, es paso necesario, obligado, a lo que en apariencia es una estrategia diferenciadora del gobierno de Sheinbaum con el de su antecesor y líder moral, Andrés Manuel López Obrador.
Más allá de lo llamativo que resulta la extradición -o cualquier figura legal bajo la cual hayan sido entregados los capos a Estados Unidos- es urgente atender los polvorines nacionales que han llevado a considerar que una tercera parte del territorio del país está dominada por el crimen.
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Al menos tres fallos estaban listos para dictarse en tribunales de la Ciudad de México a favor de Miguel Ángel Treviño, El Z-40, fundador de Los Zetas; de Rafael Caro Quintero, del Cártel de Guadalajara que dio vida al de Sinaloa y al de todo el Pacífico; y de Vicente Carrillo Fuentes, El Viceroy, heredero del Cártel de Juárez.
Esa es la historia no oficial, medio deslizada por el fiscal Alejandro Gertz y el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch. Es utilizada como justificación para una extradición a Estados Unidos en paquete, aunque no llamada como tal por el Gobierno de la República.
Fue la mayor entrega de capos mexicanos que pasaron de arañar la libertad, después de muchos años en prisión, a enfrentar la posibilidad de ser ejecutados legalmente. Pero en los corrillos judiciales federales se habla de que el término preciso de extradición no fue utilizado, ni siquiera en el comunicado oficial, en algunos casos porque ello evitaría que los acusados fueran sentenciados a la pena capital contemplada en el derecho estadounidense.
Así, por un lado estrictamente jurídico, fue una entrega binacional que rompe con siglos de tradición de la diplomacia mexicana, porque de los delincuentes enviados a cortes y prisiones del país vecino son al menos seis por los que el Departamento de Justicia pedirá condenarlos a morir, sanción no aceptada por México.
Entonces, para darle la vuelta con una excepción de la Ley de Seguridad Nacional, en vez de extradición fue una expulsión, un destierro, una expatriación de mexicanos. Seguramente nada mejor merecían esos narcos hoy apátridas de facto. Ellos no tuvieron patria, ni matria, para llenar el país de drogas y sangre por su ambición.
Por otro lado, fue una jugada política de la administración de Claudia Sheinbaum, con fuertes impactos a nivel local y regional.
En primer término, la jefa del Ejecutivo se adelantó a un supuesto golpe político inminente, tal vez el último de Norma Piña como ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pues los juzgadores federales liberarían, en el peor momento de la relación con Estados Unidos, a narcotraficantes procesados durante años, con grandes fortunas para pagar abogados que los libraran de ser extraditados.
En segundo lugar, envió una clara señal de colaboración y coordinación con el gobierno de Donald Trump, quien logró lo que ninguno de sus antecesores en 40 años: tener en sus manos para procesar al autor intelectual del asesinato e incluso participante en la cruel tortura del legendario agente de la DEA, Enrique “Kiki” Camarena.
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La historia narcopolítica de México en 29 capos -40 criminales en total, sumándole un paquete de 11 entregas previas las últimas semanas- es la que puede contarse con la expatriación de los líderes del crimen organizado más pesados, vigentes desde el siglo pasado hasta el actual.
Decíamos al inicio de esta entrega que la justicia nacional recurrió al outsourcing o subcontratación de la estadounidense, en un hecho inédito por la cantidad de sujetos enviados a procesar allá.
Pero existe un antecedente interesante de 2007 cuando, en plena guerra contra el narco, Felipe Calderón ordenó la extradición de 14 criminales, entre ellos Héctor “El Güero” Palma, socio de “El Chapo”, y Osiel Cárdenas Guillén, líder del Cártel del Golfo. El resultado fue pésimo y sangriento, aceleró la espiral de violencia criminal que marcó ese gobierno, con la seguridad a cargo del narcosecretario de Seguridad, Genaro García Luna.
En fin, la estrategia no funcionó, nada más fue la espectacularidad momentánea del anuncio; el calderonista antecedente debe ser bien medido por Sheinbaum y su equipo.
Tenemos, entonces, un anuncio espectacular de extradiciones cuestionables jurídicamente; una crisis en la relación económica-comercial de los dos países; y una pugna política interna entre el Ejecutivo y el Poder Judicial, en los estertores de éste último, a punto de quedar sepultado por una reforma que no acaba de convencer si será para mejorar la justicia o sólo para darle mayores espacios a la 4T en todo el aparato público.
A la vez, tenemos un cuestionable sistema de justicia que por años impidió la extradición de los capos mexicanos, pero ahora es rebasado con una decisión ejecutiva, tendiente a dar la nota y entregar una ofrenda de paz a Trump, aunque poco ligada al gran pendiente de la seguridad en el país.
Eso, desde luego, no sirve en lo absoluto para dilucidar si el estado de derecho anterior, que impidió enviar criminales a Estados Unidos por décadas, era el bueno; o si el bueno es el estado de derecho actual, que en un santiamén y en medio de una relación tormentosa que amenaza con meter a México a una profunda recesión económica, destraba procedimientos penales para deshacerse de esas grandes glorias del narco.
Relegada por este galimatías está la realidad de la violencia, con afectaciones directas para la población de muchos estados del país, como gran pendiente de la administración federal.
Imposible dejar de lado qué sigue ahora para México, para sus ciudadanos, más allá de decisiones políticas que, si bien son históricas, no atienden de fondo la añeja demanda de seguridad y paz.