Quizá no titubeaste al momento de elegir la profesión a la que te dedicarías, pues la vocación misma conlleva una nobleza tal, que no permitiría equivocar esa ilusión de servir a los demás.
Han sido —y serán— la niñez, la adolescencia y la juventud a quienes, cuales bellas esculturas humanas, moldeas tanto en su mente como en su corazón, pues tu papel inevitablemente extiende su singular responsabilidad de educar, a grado de que en cierta forma tiendes a emular la comprensión y el cariño de un padre o de una madre.
Tu desempeño no pasa desapercibido en los hogares de la progenie que recibes día a día en las aulas, ten la seguridad de ello. De una u otra manera, sigues siendo timón de las mareas o de las aguas mansas donde navegan familias y sociedades, ya que en los educandos no sólo permean los conocimientos que les trasmites, sino también tus emociones y aspiraciones que hasta con orgullo, convicción y admiración, compartirán en sus moradas.
No constriñes tu labor a los saberes que recibiste de tus venerados maestros, y te embarcas en nuevos aprendizajes y experiencias para ofrecer más, siempre más. Tu naturaleza deontológica te obliga a exceder límites, para que cada persona con la que convives, incluso allende las escuelas, reciban una muestra clara del compromiso que tienes con la sociedad toda, con su futuro.
Por más que lo intentes, no dejarás de errar al querer separar tu proclividad docente de los tuyos, de tu propia familia y demás personas que involucra tu entorno. Esa es tu esencia, la inherente necesidad de seguir formando y formando seres, a cada minuto, a cada paso, en cada circunstancia en que la sensatez y la sapiencia te lo indiquen y permitan.
Tu pasado, esos valores filiales que mamaste en casa, esas vivencias que pudieron ser mejores, esos recuerdos que aún alegran o lastiman, ese bagaje de remembranzas perennes, no dudes —lo sabes—, acompañan tus enseñanzas para bien de tus discípulos. Qué afortunados ellos, te tienen, los tienes.
Eres humano, y por ello también anhelas afecto y comprensión. El rostro de tu madre o padre, ausentes o no, no te dejan, los quieres, los ves, te hablan, gesticulan preocupaciones, cordura, ternura y, ante todo, bienaventuranzas para tu persona. No dejan de abrazar tu cuerpo, tu corazón, tus esperanzas, tus logros, ellos están, presentes o no, lo están. No dejan de moldearte, con aciertos o desaciertos, pero siempre estarán. Tú también eres, como tus alumnos, escultura que ha sido labrada. No lo olvidas, no lo olvides.
Probablemente tendrás quien acompañe tu vida, con quien compartas la maravillosa experiencia de ser padre o madre, de asumir tu turno de educar a los propios, pero aquí sí, con la carencia de un manual probado y efectivo para esculpir vidas, la de esos seres que irremediablemente amas, de tus hijos, que no son tuyos, que no te pertenecen, que el tiempo así te lo dirá. Pero mientras se pueda, en tanto te lo permitan, serán tu responsabilidad y aferrarás tu empeño porque sean personas de bien.
Esa es tu familia, a la que perteneces y le perteneces, con quienes además de intercambiar amor, ternura, vivencias, el día a día, y más, van sorteando necesidades, complicaciones, sufrimientos e incertidumbres. Es tu otra dignidad —distinta a la propia—, la que compartes en tu hogar, una que es colectiva, pero no difusa.
La preparación, esfuerzo y dedicación que ofreces en esa valiosa e imprescindible tarea de instruir a las actuales y futuras generaciones, y ese compromiso supremo que tienes para con los tuyos, amerita una congruencia impecable en la visión de lo que eres y debes ser, así como en lo que mereces en agradecimiento y justicia por tu aportación a propios y extraños, que finalmente éstos no lo son, tú los conoces, ya que así de amplia es tu sabiduría y sensibilidad.
Eres educador, y consecuentemente eres y debes ser ejemplo, ya que tu benévola profesión así te lo demanda. Elegiste serlo, y ya es definitivo. Quien te escucha, quien te aprende, quien te observa, quien contigo convive, no esperaría menos, sólo tu coherencia, ecuanimidad y templanza cuando las condiciones así lo impongan. No te es dable ser diferente, no lo es, no debes serlo.
Eres quien busca, quien cuestiona, quien no se conforma, quien analiza, quien exige, quien se solidariza, quien se preocupa y ocupa, quien fue preparado para expresarse, para no ser mudo e inservible vehículo de una enseñanza que no enseña. No eres inerte, sino dinamismo que arrastra conciencias y voluntades para cosas buenas. Al menos así debes serlo.
Por tus alumnos, por tu familia, por la sociedad, por ti: ¡ERES UN MAESTRO EN LUCHA!