Ya dije antes que llegaba al Parque Lerdo a eso de las ocho, a la reunión matinal donde éramos asignados a la obra correspondiente. Debajo del famoso quiosco (en una entrega previa expliqué lo de la huelga de don Luis H. Álvarez) hay, o había, un cuartito amplio que servía de bodega, oficina y salón de eventos, sobre todo los viernes por la tarde. El quiosco data de 1894 y un año después, se le designa al parque con su nombre actual: “Parque Lerdo de Tejada”, en honor de Sebastián Lerdo de Tejada, presidente de México en 1876.

Pero no nos adelantemos, el parque, propiamente dicho, se construyó en 1868, bajo la dirección del ingeniero don Pedro Ignacio Irigoyen; ese año inició la transformación de la alameda Santa Rita y se levantó el parque; al año siguiente, para un 16 de septiembre, se inauguró el paseo “El Porvenir”.

Según información del Instituto Nacional de Antropología e Historia de Chihuahua (INAH), “en 1897 fueron instaladas las bancas de hierro fundido que hasta la actualidad se conservan y que llevan en el respaldo cuatro medallones que representan el ciclo agrícola, de siembra, cosecha y recolección”, bancas pintadas color verde bandera con los medallones plateados; sin esas bancas providenciales yo no estaría escribiendo estos párrafos porque, precisamente, reparándolas, empezó mi vida laboral e indirectamente prosiguió con ímpetu mi vida cultural. Me explico:

A finales del siglo XIX se construyeron los arcos que están colocados en las esquinas del parque; y casi medio siglo después, en 1943, se erigió la biblioteca “Miguel de Cervantes”; lo cierto es que desgrané cientos de horas en sus instalaciones —en las de la biblioteca, no en los arcos— leyendo como loco y siendo feliz de formas inimaginables.

Es decir, en el Parque Lerdo empezó mi vida laboral y ahí, se abrió para mí el mundo de la Cultura. Escrito así, con mayúscula, porque empecé a leer en serio, historia, filosofía, biografías, política y novela; novelas y más novelas, muchas novelas.

En cuanto a mi trabajo, era modesto. Reparaba y pintaba bancas; sí, esas bancas que ya he descrito, de color verde bandera con medallones plateados; las repintaba o, si era el caso, retiraba las tablas rotas, las sustituía por otras y las pintaba también; así hice con decenas, tal vez, cientos de bancas en toda la ciudad. Mi primer trabajo, por cierto, no fue en ese parque; ahí nos congregábamos, lo he dicho, mi primera encomienda fue en la plaza del voceador, en el barrio de San Pedro. Justo donde ahora se ubica la ruinosa Ciudad Judicial, la misma que se está cayendo a pedazos por falta de mantenimiento.

Pero esa historia está lejos, en el tiempo y en la distancia, de lo que ahora cuento. Decía Cruz, mi papá, que en los años cuarenta y cincuenta, todavía se respiraba un aire de respetabilidad en los alrededores del Parque Lerdo: el Cine Colonial funcionaba, las damas iban al centro a comprar encajes franceses y los caballeros —sí, todavía había caballeros— discutían sobre política y toros con esa solemnidad hueca de quienes creen que saben algo.

Luego vinieron los años setenta y todo se fue al carajo —Cruz dixit— el centro se despobló, el glamour se mudó a San Felipe y el Paseo Bolívar quedó como una tía solterona que todavía se arregla creyendo que algún día le van a pedir matrimonio.

Hoy, el Paseo Bolívar es un collage grotesco de intenciones; por un lado, los restauranteros cool con menú de aguachile y nombres en seminglés mal escritos; por el otro, oficinas renovadas que a costos exorbitantes pretenden devolverle su esplendor primigenio a la calzada.

Por aquí y por allá, salpican las aceras adoquines torcidos (como la historia patria) y se aprecia alguna placa oxidada que cuenta de inciertas memorias.

El Paseo Bolívar tiene de todo, ruinas con memoria, bares con pretensiones, poetas de banqueta, borrachos con doctorado en nostalgia y turistas confundidos que se detienen a preguntar si “el museo de Pancho Villa queda por aquí”; y uno no sabe si reír o llorar, así que les dice que sí y los manda con rumbo a Coyame, a que se topen con la Revolución, porque al final, el Bolívar es eso, un lugar donde la historia duerme mal, donde la modernidad hace el ridículo y donde uno puede sentarse a tomar una cerveza caliente mientras escucha a una banda tocar covers de Caifanes creyendo que están haciendo arte, pero cuidado con enamorarse.

El Paseo Bolívar es como esos ex que te llaman cuando están borrachos: te cuentan maravillas del pasado, te prometen que han cambiado y al final, terminas pagando tú la cuenta.

Pero no me haga caso, vaya, compruébelo usted mismo y tómese esa cervecita a mi salud.

Contácteme a través de mi correo electrónico o sígame en los medios que gentilmente me publican, en Facebook o también en mi blog: https://unareflexionpersonal.wordpress.com/

Luis Villegas Montes.
[email protected], [email protected]