Por décadas, el Tratado de Aguas de 1944 entre México y Estados Unidos ha sido un ejemplo de cooperación internacional en el manejo de recursos hídricos.
Sin embargo, hoy ese acuerdo enfrenta una de sus mayores tensiones en el estado de Chihuahua y los estados del norte de México, donde el cumplimiento del tratado se ha vuelto no solo políticamente controvertido, sino físicamente inviable. ¿Cómo puede entregarse agua que simplemente no existe?
Chihuahua, el estado grande del norte de México, es una de las entidades más afectadas por la sequía prolongada que azota al país. Según la Comisión Nacional del Agua (Conagua), en 2025 más del 80% del territorio del estado presenta algún grado de sequía, y muchas de sus principales presas operan muy por debajo de su capacidad.
La presa La Boquilla, una de las más grandes del estado, ha registrado niveles históricamente bajos en los últimos cinco años. A la par, los acuíferos del estado, que representan la principal fuente de agua para el consumo humano y agrícola, están en estado crítico.
Según los especialistas, las últimas lluvias, que han sido realmente importantes, no son suficientes para recargar los mantos acuíferos que históricamente están abatidos.
De los 61 acuíferos que tiene Chihuahua, al menos 28 están oficialmente sobreexplotados. Es decir, se extrae más agua de ellos de la que se recarga naturalmente. El acuífero de Delicias, por ejemplo, es uno de los más presionados, con una extracción anual que rebasa en más del 40% su recarga natural.
Este agotamiento no es un problema nuevo, pero se ha acelerado en la última década debido al crecimiento agrícola intensivo, el cambio climático y la falta de regulación efectiva.
En este contexto, pedirle al estado de Chihuahua que pague su parte del tratado con agua que no tiene es, sencillamente, una exigencia irracional. El tratado estipula que México debe entregar a Estados Unidos 431.7 millones de metros cúbicos anuales desde los afluentes del Río Bravo, en ciclos de cinco años. Si bien esta obligación es legal, también debe interpretarse a la luz de la realidad climática y social que enfrenta la región.
El problema se agudiza con la priorización del uso del agua. En Chihuahua, gran parte del recurso hídrico se destina a la agricultura de riego, particularmente al cultivo de nogal y alfalfa, altamente demandantes de agua.

Sin embargo, miles de familias en zonas rurales y urbanas padecen escasez para consumo doméstico. Los conflictos sociales no se han hecho esperar: en 2020, las protestas de agricultores en La Boquilla pusieron en evidencia el enojo colectivo ante lo que se percibe como una entrega injusta de un recurso vital.

La presión diplomática desde Estados Unidos, que exige el cumplimiento del tratado, también debe considerar el deterioro ambiental en la región. Cumplir con la entrega de agua en estas condiciones podría significar comprometer la seguridad hídrica de cientos de miles de mexicanos.

No se trata de desobedecer un acuerdo internacional, sino de replantearlo con base en criterios de sostenibilidad, justicia social y adaptación climática.

México ha cumplido con el tratado a lo largo de los años, pero hoy nos enfrentamos a una nueva realidad: el agua ya no es garantía. Si no se reformulan los términos del tratado considerando las nuevas condiciones climáticas y de disponibilidad, estamos condenando a regiones como Chihuahua a una crisis humanitaria y ecológica.

Es momento de que la política exterior de México deje de sacrificar a sus estados fronterizos para mantener acuerdos que ya no reflejan las condiciones actuales. Y es momento de que Estados Unidos, como socio y vecino, entienda que la escasez hídrica no se soluciona con presión, sino con cooperación.

Porque no se puede entregar agua que no se tiene y, la poca que hay, apenas alcanza para uno o dos ciclos agrícolas, si bien nos va y, además, para palear un poco la escasez del vital líquido en algunas zonas urbanas. Al tiempo.