La más reciente encuesta de Rubrum, levantada el 20 de octubre de 2025, vuelve a colocar al Partido Acción Nacional al frente de las preferencias en el municipio de Chihuahua, con 47.8 por ciento de intención de voto, frente al 31.9 por ciento de Morena; PRI y MC apenas alcanzan, juntos, un 10 por ciento.
Los números, por sí solos, confirmarían una tendencia ya conocida, pero al mirarlos en perspectiva, revelan algo más profundo: la hegemonía sostenida durante casi una década por el albiazul, en una de las capitales políticamente estratégicas del norte del país.
No es el peso electoral de Chihuahua lo que le da su relevancia, sino su condición de bastión azul y motor de una alternancia política PRI-PAN que a partir de 2018 dejó de funcionar como tal, para fundirse en una misma estrategia, un mismo proyecto opositor.
Pero desde 2016, en números fríos, el PAN ha logrado domesticar electoralmente a la capital. No se trata sólo de votos, sino de una construcción de poder territorial que mezcla estructura, narrativa y control institucional, que le sirvió al albiazul para retener la gubernatura, pese al pobre, desastroso desempeño del corralato.
Maru Campos, ahora gobernadora, abrió esa ruta en 2016, con 154 mil votos que le dieron una victoria sólida como alcaldesa; en 2018 fue reelecta con más de 200 mil sufragios, con lo que demostró su valor dentro del partido desde el que su antecesor, Javier Corral, trató de aplastarla.
Marco Bonilla, heredero de Campos Galván, repitió la fórmula en 2021 y amplió la ventaja en 2024 con 248 mil votos, apoyado por la coalición PAN-PRI-PRD. En total, ocho años de control político ininterrumpido que, con la tempranera tendencia que ofrecen los estudios de opinión actuales, podrían extenderse hasta 2027.
La encuesta no sólo mide intención de voto, sino que refleja la falta de contrapeso real en la capital, una condición extraña en vista del valor y peso de la marca Morena, con dominio en 24 estados del país (uno entregado al Verde) y con mayoría en el Legislativo, además; mientras el PAN apenas alcanza cuatro entidades y el PRI dos, igual que Movimiento Ciudadano.
Pese a su fuerza nacional, Morena no ha logrado construir un liderazgo local sólido, fracturado como está entre los militantes de cepa y los arribistas que, pese a lo chamuscados que están, dicen tener las preferencias internas.
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La fortaleza panista en que está convertida la capital tiene como sustento la estrategia de sus dos cabezas más importantes, Maru y Bonilla, pero también encuentra explicación en la debilidad morenista producto de una excesiva confianza en los fenómenos electorales de Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum.
El morenismo no ha logrado hacer un equipo sólido ni construir liderazgos que representen una alternativa política viable, factible, que mantenga el rumbo y las condiciones con las que están cómodos los chihuahuenses y sus verdaderos factores de poder.
Por la encuesta que referimos, y que es similar a otras tantas que circulan, el exalcalde expriista, Marco Adán Quezada, encabeza con 30.2 por ciento las preferencias en Morena, a pesar de una administración muy lejana que, para colmo, fue sellada con la tragedia manchada de corrupción del AeroShow 2013.
Le siguen la diputada Brenda Ríos, una exlegisladora verde, pero duartista a tal grado que fue delegada federal en el fracasado regreso del PRI a Los Pinos, con un 23 por ciento; luego Miguel Riggs y Miguel La Torre, dos expanistas también marcados por el fracaso del corralato, con 20 y 16 por ciento, respectivamente.
Pero la dispersión entre unos y otros neomorenistas es lo mismo que se ha visto en cada elección desde que la fuerza guinda cobró vida: un partido que compite más hacia adentro que hacia afuera, de lo que no han aprendido lección alguna. La militancia observa eso y a veces actúa, pero el ciudadano vota sin compasión y prefiere, según la historia capitalina, la continuidad en vez del caos.
Hay, desde luego, perfiles 100 por ciento morenistas, como el regidor Hugo González o el exdiputado David Óscar Castrejón, pero no figuran en las encuestas, punto cuestionable para las agencias que miden la opinión pública, pero también aspecto revelador de cómo es concebida la batalla interna dentro del partido.
Ir con arribistas quemados entre los electores -con muchos puntos negativos todos- o ir con verdaderos militantes de la transformación política, es el debate que, primero, debe enfrentar y superar el partido.
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El escenario interno del panismo ha tenido algunas variaciones menores al de la fotografía actual, en la que el fiscal general del Estado, César Jáuregui, sobreviviente habilidoso de todos los riesgos que el cargo implica, lidera la caballada con un 35.1 por ciento de las preferencias, seguido de la diputada federal María Angélica “Manque” Granados, también exalcaldesa suplente, con 30.2 por ciento.
El secretario de Desarrollo Humano, Rafael Loera y el coordinador de los diputados del PAN, Alfredo Chávez, traen 21 y 13 por ciento de la intención de voto, muy alejados como para hacerles mosca a los punteros que aparecen ahora, a unos 14 meses de que comiencen las definiciones formales, en diciembre de 2026.
Loera, además, convertido ahora en la gran decepción de Palacio quizá por los malos, pésimos consejos, recibidos de su asesor número uno, Mario Duarte, el junior de la UACH que ha traicionado hasta a sus primeros impulsores, Mario Vázquez y Saúl Mireles.
No hay fractura, pero sí una tensión natural en el albiazul, representada por la cercanía con el gobierno estatal y la necesidad de refrescar el rostro electoral. Mantener el poder, reencantar al votante, ir contra la corriente nacional y la fuerza política federal, son retos nada fáciles para ellos como aspirantes y para su partido.
El PRI, por su parte, ha dejado de ser un factor de poder real como para contender en elecciones solo, aunque conserva su nueva naturaleza de bisagra o minipartido que puede inclinar su balanza.
Su competencia interna, entre Fermín Ordóñez y José Luis Villalobos, es apenas un eco de lo que alguna vez fue maquinaria política. Hoy, el priismo se reduce a una sigla medio funcional dentro de coaliciones tácticas.
Ha sido hasta ahora el aliado incómodo que el PAN tolera porque suma estructura y algunos presupuestos municipales destinados a la tarea electoral, no porque aporte convicción, pero ahora hasta ese papel está puesto en duda por el reborujado relanzamiento del albiazul, que desde la dirigencia nacional lanza mensajes rotundos de un “no” a las alianzas, mientras los números presionan a los partidos opositores a coaligarse.
Movimiento Ciudadano, por otra parte, está reducido en Chihuahua a un papel testimonial, pese a sus triunfos en otras latitudes. Desde luego que juegan en contra, le restan, a nivel local, sus negros líderes Alfredo “Caballo” Lozoya y Francisco “Pancho” Sánchez, acomodaticios, mentirosos, transas, convenencieros, simuladores.
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Lo que el estudio de Rubrum desnuda es que en Chihuahua capital no hay competencia electoral efectiva: el PAN domina la narrativa institucional, el control administrativo y la percepción de estabilidad en todos los estratos sociales; Morena no logra traducir su discurso nacional en resultados municipales; PRI vive de recuerdos y MC tiene más manchas negras que votos en su vestido naranja.
La alternancia, tan celebrada décadas atrás, se ha vuelto un reflejo detenido, una especie de status quo disfrazado de democracia.
Sin embargo, la hegemonía también se desgasta. Los números actuales muestran que, si bien el PAN mantiene una ventaja de casi 16 puntos, su voto duro no crece; se mantiene estable, incluso con señales de ligera fatiga.
Es la diferencia entre el poder consolidado y el poder renovado; a fuerza de ganar, el PAN corre el riesgo de volverse su propio enemigo, un aparato que se administra a sí mismo, pero que tal vez ya no inspira como antes.
Morena enfrenta su propio laberinto, con perfiles que no le hacen honor a los principios del partido, pero son los mejor posicionados, y militantes de convicción marginados, incluidos en cargos menores en las nóminas federales o legislativas, pero invisibilizados. El resultado es que su discurso carece de raíz local; ha ganado narrativa federal, pero no identidad municipal.
Si algo enseñan los resultados de los últimos años es que el electorado chihuahuense vota más por gestión que por ideología. En 2016 castigó al PRI; en 2018 premió la continuidad; en 2021 y 2024 ratificó el modelo administrativo del panismo local.
El mensaje es que mientras el gobierno funcione y la ciudad se perciba estable, el voto se repite. Pero también hay una advertencia: cuando esa percepción cambie, la caída puede ser abrupta. Así que, a darle a los numerosos baches, a limpiar las banquetas de yonques y a arreglar los semáforos, porque si espera la alcaldía que lo haga Vialidad, que esperen sentados.
Al parecer, pues, Chihuahua capital no está en disputa hoy, pero podría estarlo mañana. Los resultados de las encuestas no son destino, son la foto del momento en el que el poder parece inamovible. Sin embargo, la historia política enseña que las hegemonías mueren justo cuando comienzan a creerse eternas.
Los números, susceptibles de cambiar conforme avancen los meses, deberían leerse como una alerta para no caer en las complacencias: el PAN tiene el control, pero también la obligación de renovarse; Morena tiene la oportunidad, pero carece de liderazgo; PRI y MC jalarán para donde vean que les caen más migajas.
Y el ciudadano común, más pragmático que ideológico, seguramente votará por quien mejor mantenga la ciudad en pie, no por quien más prometa transformarla.