No hace muchos años, México era un país en el que la libertad de expresión no era más que una bonita intención plasmada en el 6º artículo constitucional. Gracias al sacrificio y la esperanza de muchos, con el tiempo se logró alcanzar en el país un cierto nivel de libertad de expresión; mismo que se sostiene sobre una delgada capa de hielo, que se adelgaza en la medida en que retorna la vieja amenaza del totalitarismo al mundo occidental.
La censura no es una tentación exclusiva de ninguna ideología o color, sino una tentación propia del poder mismo. Y por eso, no importa quién se encuentre sentado en la silla, el aparato censurador, siempre puede mejorar sus procesos y volverse más eficaz en la tarea de silenciar voces disidentes o retadoras. Mucho se ha hablado recientemente de ejemplos que ilustran cómo gobernantes de todo el mundo ceden ante tal tentación.
Pero aún con todo, la sociedad parece pasar por alto que hay una maquinaria más presente, y mucho más eficaz para sofocar los discursos disonantes: la incapacidad social para entablar diálogo. No es necesario censurar las ideas de alguien que nunca será escuchado por quien debe escuchar. No es importante callar una voz que grita en el desierto donde no hay oídos vivos para atender el mensaje.
La humanidad está perdiendo la capacidad de diálogo porque la manera en que nos comunicamos hoy en día está diseñada para ser condescendiente con nuestro propio pensar. Abrir cualquier plataforma social, implica encontrarse con contenidos que nos agradan, que nos son fáciles de digerir.
El algoritmo rara vez muestra una idea retadora o desafiante, más bien se enfoca en ponernos frente a aquellas posturas que coinciden con nuestros propios intereses y con nuestras opiniones previamente estudiadas a detalle por la potente maquinaria digital que cargamos en nuestros propios bolsillos.
La eficacia del algoritmo provoca una sensación de estar en posesión de la verdad absoluta. Imaginemos a Sócrates acudiendo al ágora, sólo para descubrir que todos pensaban igual que él. Ciertamente, no lo hubieran asesinado –pues no hubieran tenido la irritación producto de sus razonamientos desafiantes–, pero tampoco hubiéramos tenido diálogos socráticos ni filosofía. Hoy en día, cuando una persona abre sus redes sociales, se encuentra con opiniones demasiado similares y concordantes con las suyas.
Ello, no significa que no exista quien piense distinto; por el contrario, significa que no es necesario encararse con él, pues uno puede quedarse en la comodidad del encuentro con quienes le confirman que, precisamente, sus ideas son correctas e incuestionables. Este fenómeno nos está convirtiendo en personas extremadamente sensibles a la disidencia. La opinión distinta nos parece, cada vez más, obscena y estúpida; y lo que es peor, creemos que quien piensa distinto, no puede ser sino un enemigo, y alguien que merece ser eliminado.
La contraparte de esta actitud es la del diálogo auténtico, el diálogo que acepta el reto de dejarse decir algo por el otro, tal como recomendaba el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer. En ese sentido, dialogar significa aceptar que quizás, el otro ha descubierto un camino de sentido que le ha llevado a pensar como piensa; y sobre todo, implica aceptar el reto de recorrer dicho camino, no para asumir sin más las opiniones del interlocutor, sino para enriquecer el propio punto de vista con una manera distinta de ver las cosas.
Ciertamente, es un camino difícil de transitar, pues requiere de una profunda valentía; la valentía propia de quien no teme perder el sentimiento de estabilidad que le ofrece la inmovilidad de sus creencias, supuestamente sólidas e inamovibles.
En ese sentido, el problema no consiste en diferir, sino en vivir con la convicción de que quien piensa distinto, no merece alzar la voz. La agresividad, la cerrazón, la cancelación y los prejuicios en el debate social son los síntomas de una enfermedad que se alimenta –paradójicamente– de nuestra hiper conectividad. Hoy que tenemos más posibilidades de dialogar, es cuando tenemos menos voluntad para hacerlo con apertura y humildad.
Esta actitud nos aleja y nos radicaliza como sociedad al punto del absurdo; y un mundo que abandona el diálogo para dar paso a la polarización inmóvil, es la tierra más fértil para que el totalitarismo vuelva a florecer.
Opinión
Jueves 11 Sep 2025, 06:30
La incapacidad de diálogo: una amenaza más próxima que la censura.
.
Daniel Huerta Reynoso
