Un impacto de frente a muchos kilómetros por hora entre una pickup de sicarios y otra cargada con casi 20 personas de la etnia tarahumara, fue la causa directa de la muerte de 12 de los pasajeros, quienes viajaban por el alejado tramo Guachochi-Yoquivo.
Por testimonios de los sobrevivientes de la tragedia, ha quedado establecida la participación de otro automotor del que fue recogida toda evidencia, incluso la de probables heridos o muertos de ese vehículo, retirado del lugar con alguna grúa u otra unidad de arrastre.
Hablamos de un tramo en medio no de la nada, sino de una región de fuerte dominio criminal, que genera inseguridad y violencia contra toda la población, pero es padecida en mayor medida por el resistente, silencioso y marginado pueblo rarámuri.
El lamentable accidente que le costó la vida a ocho hombres adultos, dos mujeres y dos niños de menos de tres años puso relieve, más allá de la causa directa de la tragedia, la impunidad y capacidad del crimen para organizarse, al grado tal que antes de la llegada de unidades de emergencia arribaron refuerzos de la delincuencia y retiraron todo rastro físico de su participación.
En el vasto territorio serrano, la otra pickup desapareció desde la misma noche del pasado martes, horas después de la fatalidad, mientras autoridades de Seguridad Pública Estatal, Tránsito Municipal de Guachochi y Fiscalía del Estado, levantaban los restos humanos de las víctimas mortales, 11 de las cuales quedaron en el lugar; la número 12 falleció en el hospital.
Tal capacidad de movilización, como para desaparecer una pickup y a los sicarios que para mala suerte de las víctimas viajaban en ese tramo, refleja ese poderío criminal que igual extorsiona, mata y vende drogas, mientras pelea sus territorios con las otras células y gavillas que eventualmente surgen, producto de la lucha de intereses que por años ha dominado gran parte de la Sierra Tarahumara.
La tragedia también exhibe, además de la inseguridad, las condiciones infrahumanas de quienes en apariencia sólo son utilizados para presumir en el mundo a la legendaria etnia de Chihuahua, víctima del abandono y objeto de la apropiación cultural de una clase política incapaz de imponerse sobre los males que la aquejan.

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En la inmensidad de la Sierra Tarahumara, ni la carretera Gran Visión que atraviesa desde el centro del estado hasta Guachochi es segura para transitar de noche. Menos lo son las vías secundarias que dirigen a los más apartados lugares, algunas todavía terracerías para llegar a algunas cabeceras municipales.
Al caer el sol, aumentan los riesgos de atravesarse en un topón entre células rivales, si no es que caer en algún retén de los criminales o exponerse a otros delitos.
Los patrullajes del Ejército y la Guardia Nacional en esporádicos operativos a veces sólo sirven para calentar la plaza, más que para frenar la actividad delincuencial, diversificada a tal grado que ahora es el crimen el que controla negocios como la venta de cerveza y alcoholes, que antes cuando menos tenía el fin social de los casi desaparecidos comités pro-obras de las comunidades.
Pero también de día ha quedado de manifiesto esa desgracia, al movilizarse cantidades ingentes de personas de apartadas comunidades, ya sea para cobrar los apoyos sociales de la Secretaría del Bienestar o recoger despensas y otras donaciones de los gobiernos municipales y estatales.
Lo hacen en condiciones precarias y peligrosas: a pie en algunos casos, conocida su resistencia para caminar largos tramos durante días con el mínimo alimento; o de ride, amontonados en trocas a las que entre todos les echan gasolina, como sucedió con las víctimas de Somarachi esta semana, lideradas por el gobernador rarámuri Porfirio Cruz Apachoachi, también fallecido en el accidente.
Tan precaria es la movilidad en la sierra que parece reservada a quienes tienen vehículo, generalmente los chabochis trabajadores o privilegiados, porque las rutas de camión son caras y limitadas o de plano inexistentes, ante la poca cantidad de población usuaria.
Del otro lado serrano, el tren Chihuahua al Pacífico les brinda una opción segura y económica por ser subsidiada gracias a los programas sociales de la empresa privada, pero también está limitada a una región y a una capacidad no masiva.

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Anualmente, entre el periodo de preparación de la siembra y la cosecha de productos agrícolas en las regiones productivas del estado, fuera de la sierra, por supuesto, la demanda de mano de obra crece y se abren oportunidades de trabajo para los indígenas.
Las estimaciones independientes de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social y de la Secretaría de Desarrollo Rural indican que el requerimiento para estas actividades va entre los 20 y los 25 mil jornaleros, que no todos llegan de la Sierra Tarahumara, pues también llegan indígenas de otros estados del país.
En el caso estatal, con las condiciones actuales de sequía y otros problemas, los pobladores de las comunidades serranas ni siquiera pueden apostarle a los cultivos de autoconsumo, así que con más razón buscan de dónde obtener el sustento, así les represente viajar lejos.
En la pisca de chile, cebolla, nuez, manzana y otros productos, según la región de destino, generalmente les pagan a destajo. Pago diario por cantidad de mercancía levantada, desde 50 centavos por kilo hasta los dos o tres pesos, según el cultivo y la cantidad fijada como meta, también a veces por costal o por arpilla.
¿Prestaciones laborales? ¿Incapacidades por enfermedad o accidente de trabajo? ¿Servicio médico? ¿Fondo de ahorro para el retiro? ¿Crédito hipotecario o de consumo? ¿Infonavit? Qué es eso, sobre todo para quienes viven el día a día, sin la ambición ni el interés de poseer, consumir o construir un futuro, un destino, una meta.
Aquí es donde entra la responsabilidad social de los productores del campo y de los empresarios, que pagan jornales a veces dignos, pero nulas prestaciones laborales; no se interesan por el bienestar de sus colaboradores expuestos a jornadas de más de ocho horas bajo el cálido sol de la primavera y el verano en pleno desierto, menos por la forma en que lleguen a su trabajo.
De ahí lo común, que no por ello deja de ser grave, indigno, peligroso e inhumano, del transporte de personal en vehículos saturados de personas, que viajan de pie, dando tumbos, en brechas y carreteras, expuestas al choque, a la volcadura y hasta los brincos del camino.
Deben trasladarse así porque no tienen de otra, tanto para ir unas semanas a sembrar como para regresarse con algo de víveres, repetidamente tres o cuatro veces al año, según las necesidades y las oportunidades de trabajo que encuentren.

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No es nuevo el peligro de chocar en una brecha, ahora con presuntos delincuentes que se saben protegidos por la lejanía de los lugares y las complicidades que traban con las corporaciones de seguridad.
Si acaso hay que agregar la novedad, tenemos reportes del año pasado debido a que células de la delincuencia organizada montaron sus clásicos retenes, pidiéndoles cuota por vehículo o por persona, según les diera su gana, a quienes transportaban personas indígenas para llevarlas a cambios de cultivo hasta la zona sur del estado o a la zona noroeste.
Hasta esa actividad productiva y peligrosa de transportar fuerza de trabajo a las actividades agrícolas ha sido extorsionada y amenazada, como otros tantos negocios legítimos dedicados básicamente al sector del turismo y los servicios.
Esa condición es igual de inaceptable que la explotación ejercida en los campos agrícolas, ante autoridades que se hacen de la vista gorda, pero bien que presumen la imagen rarámuri y hasta se visten con sus llamativos ropajes, que ni siquiera son comprados de forma directa a los indígenas, sino a través de intermediarios gandallas.
Son, las que están en juego, vidas humanas marginadas del desarrollo por factores culturales, ambientales, económicos y sociales, perpetuados en gran medida por un sistema opresor que no ve más allá de las ganancias inmediatas y de preferencia en cash.
Podrá haber programas asistenciales, algunos más integrales, apoyos sociales directos, pero mientras no exista la corresponsabilidad del sector privado y de la sociedad para cambiar lo necesario, los gobiernos van a transitar invisibilizando a esas personas, también chihuahuenses, por más diferencias culturales que nos impidan comprender su cosmovisión y sistema de valores.
Así, el accidente entre un vehículo de presuntos criminales -inhumanamente más preocupados en limpiar la escena que en buscar ayudar a las víctimas- con otro que transportaba seres humanos en condiciones infrahumanas, debe abrirnos los ojos a esa realidad vergonzosa que padece nuestra etnia originaria.