Entre la humedad de los muros de piedra caliza y suelo de lajas de piedra, Sócrates conversaba con su paciencia conocida con sus discípulos sobre la inmortalidad del alma y la naturaleza de la muerte. Sus amigos le insistían que escapara. Platón -su discípulo más brillante- apoyaría con dinero para la multa y así salvarlo. Pero Sócrates, fiel a las leyes y a su propia conciencia, aceptó la sentencia de muerte.
El filósofo ateniense escuchaba una voz interior, un “daimon”, una conciencia espiritual que le pedía enfrentar la sentencia injusta de muerte con valentía y convicción. Sócrates obedeció a su voz interior. No iba a torcer una vida entregada a lo correcto al final de sus días: ¡era de una sola pieza!
La congruencia marcó su vida y su muerte. Valiente y amante de la verdad, Sócrates bebió el veneno de cicuta y, se convirtió el prototipo del Filósofo.
Dos mil doscientos años años después, en la Ciudad de México, bajo asedio de la invasión estadounidense otro hombre escudo su vocación. Agustín Melgar, que ya no pertenecía al Colegio Militar, pidió regresar. Se enlistó nuevamente como “cadete agregado” para defender con armas el último bastión mexicano: el Castillo de Chapultepec.
La solicitud de readmisión del joven cadete en una guerra perdida, simboliza la más pura expresión de amor a la patria y un verdadero acto de valentía. El valiente, como Sócrates, siempre busca el bien por encima de sus intereses.
Durante el asalto “gringo” al castillo, los niños cadetes -la mayoría entre 13 y 16 años- fueron dispersados para su defensa. Agustín fue herido gravemente en la refriega, en la biblioteca. Al día siguiente, 14 de septiembre, en el hospital le amputaron una pierna para intentar salvarlo; no fue suficiente: murió a las horas.
Agustín Melgar Sevilla encarnó con su muerte al soldado mexicano. Él es el Soldado: aquel que no rehuye la batalla, sino que la busca, y en ella alcanza la gloria. A diferencia de los héroes griegos, no persiguió honor ni fama, sino un valor más alto: la defensa de la patria.
El cadete Agustín Melgar escuchó su voz interior. Atendió su vocación. Al igual que Sócrates, su muerte le dio la grandeza de héroe, y se convirtió en el prototipo del Soldado.
La muerte define la vida. Muchos héroes transcienden a través de ella, pues encuentran la plenitud de su vida al atender su vocación hasta el final. Sócrates, encarnó el ideal del filósofo; Agustín, el del soldado. Los mártires son héroes porque sellan con su sangre el compromiso con lo divino.
El filólogo Carlos García Gual, en su libro “La muerte de los Héroes”, dice que el guerrero que cae por la patria en el frente de combate es el ejemplo supremo del valor heroico. Incluso sostiene que el cadáver ensangrentado del héroe es el prototipo de máximo de virtud.
Entonces, la muerte no es pura tragedia. Para Platón, es absurdo “evitar la muerte a cualquier precio”, pues lo verdaderamente importante es lo que hace con la vida. No se trata de vivir por vivir. En las Leyes, afirma que la muerte no es el fin, que el alma existe después de la muerte del cuerpo; por lo tanto, lo que se haga en la vida es lo único importante.
La muerte no es celebración ni júbilo. Es dolor y sufrimiento. Un dolor que seca la boca, ahoga la garganta, oprime el pecho y arde los ojos con angustia. Ese dolor que quema porque la trastoca la intimidad alma. San Agustín lo sabía y describe así la muerte de su madre:
“¿Y qué era lo que interiormente tanto me dolía sino la herida reciente que me había causado el romperse aquella costumbre dulcísima y carísima de vivir juntos? […] Porque me veía abandonado de aquel tan consuelo suyo, sentía el alma herida y despedazada mi vida…”.
Con el tiempo el dolor profundo y la espina helada del corazón se transforma en recuerdos hermosos que calman el alma.
Aristóteles, discípulo de Platón, tenía una visión realista y no negó la desgracia de la muerte. Afirmaba que el hombre debe actuar con virtud y soportar la oscuridad de la enfermedad y la muerte, pues en la virtud brilla la nobleza. El dolor se debe soportar, no por insensibilidad, sino por nobleza.
Aristóteles no se anda con medias tintas ni era políticamente correcto: califica de cobarde la falta coraje para enfrentar la enfermedad o la muerte. Y enfrentarlos, con la virtud de la esperanza. Platón, Aristóteles y la mayoría de los estoicos compartían la existencia del alma inmortal, la cual consideraban un subsidio para una vida inacabada o injusta. La tradición mexicana del Día de Muertos, con sus altares y ofrendas de comida, reconoce la inmortalidad del alma e invita a aceptar la muerte como un paso natural en la vida.
Al tomar conciencia no sabemos si seremos buenos o malos, virtuosos o viciosos, flacos o gordos. Solo tenemos la certeza de un único destino definido: la muerte. “Mors certa, hora incerta”, -la muerte es cierta, la hora incierta-, dicta la sentencia romana.
Agustín Melgar y Sócrates no murieron de muerte, viven porque escucharon su conciencia interior; trabajaron en su vocación.
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