México atraviesa uno de sus momentos más ásperos. No porque falten talento, recursos o voluntad en su gente, sino porque la nación parece desgarrada por líneas que, lejos de ser ideológicas, son ya heridas abiertas.
Somos un país que ha aprendido históricamente a resistir, pero hoy esa capacidad es erosionada frente a la polarización cotidiana, la desconfianza en las instituciones y la arrogancia de un poder que, en vez de tender puentes, cava trincheras.
Si la advertencia de campesinos y transportistas de ahorcar hoy carreteras y bloquear puentes internacionales es cumplida, habría que echar un vistazo a las políticas públicas desarrolladas desde un escritorio, no desde el campo y la calle.
Chihuahua, como las entidades fronterizas con Estados Unidos, tendría una afectación muy notoria por sus importantes cruces comerciales; pero además, es uno de los estados que más sufren de la sequía, razón por demás para entender los reclamos de los productores del campo.
Por eso, la reconciliación no es un lujo moral ni una aspiración ingenua: es una urgencia. Sin ella, la cohesión se fractura y con ello se debilita la posibilidad de enfrentar nuestro mayor desafío: la inseguridad que se ha convertido en un monstruo de mil cabezas.
El narcotráfico, que se infiltró en el tejido social desde hace décadas, hoy se presenta con una crudeza que ya no distingue regiones, edades ni condiciones. Domina territorios, marca ritmos de vida, impone silencios. Y el Estado, en muchos casos, responde con discursos antes que con resultados, con descalificaciones antes que con estrategias.
Pero quizá lo más preocupante es que la violencia criminal convive -y a veces se confunde- con una violencia política que no deja espacio para la discrepancia. En lugar de llamar a la unidad frente al peligro común, se persiguen las ideas como si estuviéramos ante un nuevo Torquemada, con hogueras invisibles que queman reputaciones, dividen familias, desgastan amistades.
La pluralidad, que debería ser una riqueza, es convertida en motivo de sospecha. Las diferencias se leen como ofensas. Y así, una nación que podría dialogarlo todo, termina gritándolo todo.
La soberbia del poder, venga de donde venga, nunca construye. México ya pagó demasiadas veces el precio de líderes que confunden la institución con su persona, la crítica con la traición, la deliberación con la desobediencia.
Hoy necesitamos algo distinto: estadistas capaces de escuchar sin humillar, de disentir sin destruir, de gobernar sin odiar. Necesitamos también una ciudadanía que renuncie a la comodidad del enojo permanente y recupere la fuerza de la empatía.
Porque la reconciliación no es solamente tarea del Gobierno; es una responsabilidad compartida. Inicia en el hogar donde educan sin rencor, en la comunidad que es organizada por un bien común, en los espacios donde se reconoce al otro como legítimo interlocutor. Inicia también en reconocer que nadie tiene el monopolio de la verdad y que México es demasiado grande para caber en una sola voz.
Reconciliar no significa olvidar ni perdonar lo imperdonable, ni ocultar lo que duele. Significa, más bien, tomar conciencia de que la división nos vuelve vulnerables y que sólo unidos podemos enfrentar al crimen, reconstruir la confianza pública y recuperar la esperanza. Significa atrevernos a imaginar un país donde las diferencias no sean amenazas, sino caminos hacia soluciones más amplias.
México merece reencontrarse consigo mismo. Merece un relato común que no esté hecho de confrontación, sino de dignidad. Merece un porvenir donde la palabra “nosotros” no esté reservada para unos cuantos.
La reconciliación no es una consigna: es un acto de valentía. Y hoy, más que nunca, México necesita ser valiente. El poder se consigue en las urnas, con el voto de quienes confían y emiten un pagaré a corto o mediano plazos.
Pero el poder deja de pertenecerle a los partidos, cuando ese partido llega al poder, por eso no debe confundirse que un partido sea un vocero de banalidades; cuando se gana, se gana para todos y ese es el fin de un gobierno: gobernar para todos.
Hoy más que nunca México necesita una reconciliación, porque de nada sirven los manotazos desde un escritorio, cuando alguien está ejerciendo la libertad de expresión; México necesita dejar que la gente hable, exija y demande lo que en justicia le pertenece.
Porque tampoco se vale dejar caer la vara de la justicia a unos, y a otros no. No se vale que unos destruyan y se vayan a casa a dormir, y otros hablen y sean enviados a la cárcel. Ese no es un proceso de conciliación.
Ya son demasiados los frentes abiertos. Ya son muchas las voces ahogadas, cuando intentan expresar. La polarización es la peor consejera en un país que, hoy, está urgido de una reconciliación…. al tiempo.